Sergio Moro volvió a demostrar hoy que no le molesta estar en el centro de la escena. En medio de la pandemia que tiene en vilo al mundo y que ya causó 3.313 muertes en Brasil —407 el jueves—, acaba de asestarle a Jair Bolsonaro el golpe más duro desde que asumió la presidencia, el 1 de enero de 2019.
Por Infobae
Con su renuncia al cargo de ministro de Justicia y Seguridad Pública, Moro, que hasta el comienzo de la crisis sanitaria era el miembro del gabinete con más peso específico y el político con mayor imagen positiva del país, deja debilitado al presidente. Bolsonaro, que ya venía golpeado por las críticas a su respuesta al brote de coronavirus, que lo enfrentó a los gobernadores, al Congreso y al Supremo Tribunal Federal, había tenido que desprenderse la semana pasada de su ministro de Salud, el popular Luiz Henrique Mandetta, con quien también estaba peleado por el manejo de la crisis.
Al igual que el 19 de noviembre de 2018, cuando renunció a su cargo como juez federal de Curitiba para introducirse de lleno en el mundo de la política, de la mano de Bolsonaro, Moro vuelve a dar un vuelco en su vida. Muchos creen que puede ser el primer paso de una posible candidatura presidencial, aunque las elecciones son recién en 2022, y queda mucho camino por recorrer. En cualquier caso, difícilmente pase desapercibido en los meses y años por venir.
El juez que sacudió a la política brasileña
Moro, casado con Rosangela Wolff de Quadros Moro, su asesora jurídica, y padre de dos hijos, nació en 1972 en Maringá, una ciudad en el sureño estado de Paraná. Estudió Derecho en la Universidad regional de Maringá, cursó un programa para instrucción de abogados en la Harvard Law School (Estados Unidos) y participó en el “Programa para Visitantes Internacionales” organizado en 2007 por el Departamento de Estado norteamericano, especializado en la prevención y el combate al lavado de dinero. Del mismo modo, se instruyó en el análisis de crímenes financieros, y en los delitos realizados por grupos criminales organizados.
Su carrera en la función pública comenzó en 1996, cuando asumió como juez federal en Curitiba, capital de Paraná. Tras trabajar en varios casos menores de estafas, lavado de activos y corrupción, tuvo en 2012 su primer contacto con una causa de alcance nacional. Fue como colaborador de la jueza Rosa Weber, magistrada del Supremo Tribunal Federal (STF), en la investigación del Mensalão, el escándalo que había estallado en 2005 tras la comprobación de que varios parlamentarios recibían sobornos periódicos por apoyar las iniciativas legislativas del Ejecutivo liderado por el entonces presidente Lula Da Silva.
Pero fue en 2014 cuando Moro se transformó en una figura conocida en todo el país, al liderar la Operación Lava Jato, considerada la mayor investigación judicial de corrupción política en la historia del país. Como juez de primera instancia, desbarató una enorme red de sobornos y sobreprecios en contratos con Petrobras que involucraba a algunos de los principales empresarios del país, como Marcelo Odebrecht, y a políticos del más alto nivel, de distintos partidos políticos.
Cientos de personas que parecían intocables fueron condenadas y apresadas en tiempo récord, y Moro se transformó en un símbolo en la lucha contra la corrupción. Fue considerado una de las 100 personas más influyentes de Brasil en 2014 por la revista brasileña Época y recibió la medalla del Mérito Legislativo en 2015.
Fue en el marco de la Operación Lava Jato que, el 12 de julio de 2017, Moro sentenció a Lula a 9 años y seis meses de prisión por corrupción pasiva y lavado de dinero en la compra de un apartamento de lujo en Guarujá. En abril de 2018, tras la ratificación de la condena en segunda instancia, Moro ordenó el arresto del ex presidente, que pasó 580 días tras las rejas, hasta que en noviembre del año pasado el STF determinó que las penas de prisión debían ejecutarse solo cuando el acusado agote todos los recursos de apelación disponibles.
Un paso convulsionado por el gobierno
Tras su cómodo triunfo en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del 28 de octubre de 2018, uno de los primeros nombres que propuso Bolsonaro para conformar su gabinete fue el de Sergio Moro. Su victoria se debía en gran medida al rechazo a la corrupción que había caracterizado a los gobiernos del PT, así que la mejor manera de mostrar un contraste era nombrar como ministro de Justicia al juez que la había investigado.
“Para mí, fue una sorpresa haber asumido esa posición, haber sido invitado”, dijo el entonces magistrado en los días siguientes, tras aceptar la propuesta del presidente electo. Poco después oficializaría su renuncia como juez y empezaría a trabajar con Bolsonaro.
Si bien se registraron idas y vueltas en la relación, casi siempre la tensión se antepuso a la armonía. El estilo imprevisible y por momentos anárquico del presidente se contraponía con la mesura del ahora ex ministro. Por otro lado, Moro nunca terminó de gozar de la autonomía que pretendía para administrar la Justicia y la seguridad.
Un ejemplo fue el “Paquete Anticrimen” diseñado por Moro para combatir el delito con mayor efectividad y con penas más duras. El proyecto presentado ante el Congreso no contempló muchas de sus propuestas originales y el texto que terminó siendo aprobado a fin de año se parecía incluso menos. El ex juez no se sintió acompañado por el presidente y el vínculo nunca se repuso después de eso.
Pero Moro tuvo sus propios escándalos como ministro. El más importante fue la filtración en junio de 2019 de conversaciones que había mantenido con los fiscales del Lava Jato, que ponían en cuestión su imparcialidad y su rigurosidad en la aplicación de la ley. El medio The Intercept Brasil, liderado por el periodista estadounidense Glenn Greenwald, publicó en asociación con algunos de los principales diarios del país una serie de mensajes de Telegram que mostraban a Moro sugiriendo procedimientos y estrategias en la fase de investigación, algo que no le corresponde al juez.
Las filtraciones llevaron a que Moro fuera citado a declarar ante la Cámara de Diputados y el Senado de Brasil y, en ambas ocasiones, aseguró que no tiene nada que esconder y defendió rotundamente su actuación. El ministro atribuyó lo sucedido a una “invasión de hackers” que actuaría para “invalidar criminalmente” las condenas. En el momento más delicado de la crisis, pidió una licencia de cinco días en el mes de julio y su renuncia parecía inminente, pero no se concretó.
A pesar de los contratiempos y de los sinsabores, Moro logró mantener siempre altos niveles de popularidad, eclipsando al propio Bolsonaro. Una encuesta realizada por la consultora Datafolha en diciembre reveló que es conocido por 93% de los brasileños, un auténtico récord, y que tiene un nivel de apoyo del 53%. Un sondeo publicado luego por la revista Veja reveló que si fuera candidato a presidente tendría 32% de intención de voto, lo mismo que Bolsonaro, aunque le iría mucho mejor que a este en una hipotética segunda vuelta contra Lula.
El enfrentamiento entre el ministro y el mandatario se fue haciendo irreversible este año, a medida que avanzaba la pandemia. En la pelea interna entre Bolsonaro y Mandetta, Moro se puso del lado del titular de la cartera de Salud y apoyó las medidas de aislamiento social tomadas por los gobernadores y cuestionadas por el presidente y sus hijos.
Si el despido de Mandetta puso a Moro en pie de guerra, la decisión de echar al director de la Policía Federal, Maurício Leite Valeixo, fue el golpe de gracia. Valeixo era un hombre de confianza del ex juez, que le dijo a Bolsonaro que iba a dimitir si insistía en su decisión de desplazarlo. Con la confirmación de su salida, Moro sintió que no tenía nada más que hacer en el gobierno y anunció su renuncia este viernes en una conferencia de prensa.
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