El abuelo del poeta británico Lord Byron tenía un mal día. La enfermedad había debilitado a su tripulación en el HMS Dolphin, forzándola a tumbarse en hamacas.
por BBC
Los marineros se balanceaban en medio del calor pegajoso de los trópicos, mientras su barco navegaba lentamente a través del Pacífico.
Ansiosa por controlar el Atlántico sur, la Armada británica le había encomendado al almirante Byron que eligiera una isla frente a la costa sudamericana para que los barcos pudieran reabastecerse para luego intentar dar con una ruta alternativa a las Indias Orientales.
Cuando finalmente regresó a casa, había establecido un récord al circunnavegar el mundo en menos de dos años; había reclamado las Islas Falkland/Malvinas occidentales para la corona británica y casi había iniciado una guerra entre Reino Unido y España en el proceso.
Pero la misión de las islas no había sido exitosa.
Después de bordear la punta de Sudamérica, el explorador se enfrentó a la mayor masa de agua del mundo: el interminable océano Pacífico.
Tras un mes de horizonte azul, apareció una pequeña isla.
Byron anotó la fecha (viernes 7 de junio de 1765) y describió con alegría la «bella apariencia de la isla, rodeada por una playa de la arena blanca más fina, y cubierta de árboles altos, que… formaban los bosques más encantadores».
Sin embargo, se dio cuenta rápidamente de que era imposible acercarse con el barco.
Con el alto oleaje y una costa de coral poco profunda, no se podía realizar un anclaje seguro.
Luego estaban los nativos, señaló Byron, que se acercó en una lancha más pequeña y los vio blandir lanzas de cinco metros de largo.
«Nos matarían… si nos aventuramos a la orilla», escribió en su diario.
«(Ellos) emitían uno de los gritos más horribles que jamás había escuchado, apuntando al mismo tiempo sus lanzas, y agarrando grandes piedras que tomaban de la playa».
Byron retrocedió y zarpó hacia la isla vecina, más grande, pero tampoco pudo anclar.
Menos de 20 horas después de llegar, volvió a zarpar, dejando su frustración en un nuevo mapamundi: nombró a estos atolones como «islas de la Decepción».
El mapa se publicó después de su viaje, y el apodo ha permanecido desde entonces.
Redescubrimiento
Me reí a carcajadas cuando vi por primera vez el nombre en el registro marino de Byron durante un ataque de insomnio, y me quedé leyendo hasta el amanecer.
Una búsqueda en internet apuntó a Napuka y Tepoto, un par de puntos remotos en el Pacífico sur, en el archipiélago de Tuamotu, el mayor grupo de atolones de coral del planeta.
Con solo cuatro kilómetros cuadrados, Tepoto es una de las 118 islas y atolones más pequeños de la Polinesia Francesa. Es la primera de las islas donde Byron no pudo llegar.
254 años después de su intento, las islas de la Decepción todavía resultan difíciles de acceder.
Ubicada a casi 1.000 km de la capital de Tahití, Papeete, Napuka es una de las islas más remotas de la Polinesia Francesa, y una parada rápida en una ruta aérea circular más grande. No hay hoteles, no hay restaurantes, no hay industria turística.
Mi deseo como viajero era aparecer sin anunciarme, como aquellos marines británicos, abiertos al destino de la verdadera exploración.
Dejé de lado la opción de pasar largos meses en el mar y opté por un vuelo de 18 horas a Tahití desde Washington DC..
Después de una noche en Papeete, abordé una avioneta a Napuka.
El viaje
La intensidad del azul me asombró tanto como la inmensidad del agua.
Se cree que la Polinesia es una de las últimas áreas en la Tierra en la que se asentaron los humanos.
Aterrizamos en el atolón de Fakarava, donde se quedó al menos la mitad de los 20 pasajeros.
Diez minutos después estábamos de vuelta en el aire.
Transcurrió otra hora antes de que reconociera la pequeña Tepoto: sola y minúscula en el océano.
El avión giró a la derecha y vi Napuka. Justo antes de aterrizar, apareció un destello de tejados de metal y palmeras verdes, algunos caminos de tierra y el campanario de una iglesia.
Cuando se abrieron las puertas, el aire caliente y denso saturó el avión y corrí hacia la sombra del aeropuerto.
Parecía que toda la isla había venido a recibirnos, el primer vuelo que aterrizó en semanas.
Las familias corrieron hacia nosotros. Como extranjero solitario, me aparté, observando torpemente el ritual de bienvenida, sintiéndome ya invasivo e incómodo.
«¿Estás aquí de vacaciones?», me preguntó un joven en francés.
Sonreí y me encogí de hombros. «Oui». Era más fácil de explicar que el hecho de que leer una madrugada el diario de un capitán del siglo XVIII me había llevado a embarcarme en esta búsqueda.
Se llamaba Jack, y él y su colega Evarii eran técnicos electrónicos de Tahití y atendían todas las sirenas de alerta de tsunamis en la Polinesia Francesa.
Habían venido a reparar la sirena en Tepotoy, como yo, tendrían que quedarse ocho días antes del próximo vuelo de regreso.
Pero ¿por qué había venido?, me preguntó Jack. ¿Dónde me quedaría? ¿Sabía que no había «servicios» en Napuka?
Evarii parecía molesto por mi presencia.
Pronto se me acercó una mujer con un amplio sombrero de paja cubierto con flores que ensombrecían su rostro.
Su nombre era Marina y como tavana (alcaldesa, en tahitiano) del atolón de 300 personas, supervisaba todo lo que sucede en Napuka, incluido cada vuelo que aterrizaba en el aeropuerto.
«¿Por qué no nos contactaste para avisarnos de que ibas a venir?», me interrogó. «¡No hemos preparado nada!».
Solté una respuesta poco convincente, diciendo que no quería ser una carga.
«¿Quieres visitar Tepoto?», me preguntó, porque ya se había organizado un barco para los técnicos. Sí, quería visitar Tepoto. Esa fue la primera isla esquiva de Byron y, aparte del barco con suministros una vez al mes, no había manera de llegar a ella.
«Ven con nosotros», dijo Jack, sonriendo. Evarii resopló. «¿Sabes que no hay agua allí?», me increpó, mirando mi escaso equipaje. Lo sabía.
Prácticamente había memorizado la entrada de Wikipedia: «Estas islas son áridas y no son especialmente propicias para la ocupación humana».
Tenía unos pocos litros de agua en mi bolsa, apenas suficiente para un día.
«Podemos compartir», intervino Jack.
Antes de partir, ayudé a cargar el pequeño bote con suministros, incluido un gran enfriador de agua potable que los técnicos habían traído como carga desde Tahití.
Bienvenida
En todos mis viajes y cruces oceánicos, nunca me había sentido tan vulnerable en el agua.
Estaba sentado en un bote del tamaño de una mesa de cocina, flotando sobre la parte más azul y más vacía del globo sin una mota de tierra a la vista.
La franja de palmeras en Napuka había desaparecido detrás de nosotros y durante unos 10 minutos, no había nada en el horizonte.
Desde todas las direcciones lo único que se veía era azul sobre azul.
Y, sin embargo, sentía una confianza inherente hacia mis compañeros de equipo polinesios.
Había dejado mi vida en sus manos y observaba mientras leían las corrientes cambiantes, como las señales de tráfico.
Veinte minutos y diez kilómetros después, una delgada franja verde de tierra se elevó sobre el agua, seguida por la playa de coral blanco contra el oleaje azul verdoso.
Tras otros 20 minutos, la isla estaba completamente a la vista.
«Bienvenido a Tepoto», nos recibió un hombre de unos 30 años, mientras estrechaba mi mano salada y se presentaba como Severo, el único policía de la isla e hijo de la alcaldesa Marina.
Ella había llamado para decirle que estaba llegando, y ahora un grupo de isleños salía a saludarnos.
Dos horas después de caer en las islas de la Decepción sin agua ni planes, tenía un lugar donde quedarme con los técnicos visitantes en una pequeña casa rosada.
Las cortinas de color rojo-naranja con flores blancas se agitaban con la brisa cuando me senté sobre la cama, adaptándome al calor de 38 °C.
Tepoto
Minutos después, Severo pasó zumbando en su moto con el almuerzo preparado por su esposa, Tutapu: arroz con pargo frito, que había sido pescado esa mañana, guisantes y pan de coco.
Como policía de la isla, su trabajo era mantener la paz y cuidar de las pocas decenas de habitantes, me explicó.
«Es muy tranquilo aquí. No hay problemas reales», me dijo mirándome a los ojos, como si tratara de leer mis intenciones. «No puedo recordar la última vez que tuvimos una visita».
De hecho, me aseguró que nadie podía recordar la última vez que un no polinesio había llegado a Tepoto.
Luego, me aclaró que lo que había leído en Wikipedia estaba mal: no había62 residentes en la isla, sino unos 40, 13 de los cuales eran niños menores de 12 años.
«Los jóvenes se van», afirmó.
Una vez que cumplen 12 años, el gobierno francés los envía a un internado en Hao, otro atolón en el archipiélago de Tuamotu, a 390 kilómetros de distancia. Para la escuela secundaria, los adolescentes van a la isla principal de Tahití.
Severo había crecido en Napuka y regresó allí después de la secundaria. Luego se casó con una chica de Tepoto y se mudó aquí.
«¿Qué harás mientras estés aquí?», me preguntó.
«Explorar», respondí, aunque no había hecho ningún plan real. Realmente no había pensado más allá de la posibilidad de llegar aquí.
Dormí durante la calurosa y húmeda tarde. A las 16:00 horas, seguí el sonido de una campana tintineante hasta un lugar donde la mayoría de los isleños estaba sentada en bancos al aire libre frente a un santuario cubierto de guirnaldas de flores y cadenas de conchas marinas. Un músico tocaba una guitarra en una esquina.
Todavía cantando, una mujer se movió a un lado, ofreciéndose a compartir su banco conmigo.
La misa duró una hora, con cantos, lecturas e himnos en tahitiano. Después, la señora me explicó que esta era la semana de peregrinación, cuando se reunían dos veces al día ante la Virgen María.
También me contó que no había agua corriente ni internet, y muy poca electricidad.
Tepoto recibió sus primeros paneles solares y energía eléctrica en 1995 y una torre de telefonía móvil en los últimos cinco años.
En tres décadas de viajes, nunca me había encontrado con un lugar tan crudo y solitario.
Las playas vacías y los silenciosos palmerales parecían atemporales, como si un espejismo de la nave de Byron todavía flotara en algún lugar.
En pocos días, me adapté a la simplicidad forzada de la isla: dormir bajo una sábana de algodón, tomar café instantáneo hecho con agua de lluvia drenada del techo, comer almejas crudas y explorar cada sendero.
Me bañaba con el agua de la lluvia acumulada en un barril. Bajo la sombra de los árboles y los techos de los porches, conversaba con los isleños y escuchaba sus historias.
A veces me sentía dolorosamente sediento, pero guardaba silencio.
Sin embargo, de alguna manera los isleños siempre lo sabían y enviaban a sus hijos a recolectar cocos frescos y luego los cortaban y me exhortaban a hidratarme.
Ofrecí pagar y siempre me rechazaron. De hecho, solo manejé dinero una vez, para pagarle a Severo mi alojamiento y comida.
De vez en cuando, algunas personas pasaban por la noche para saludarme, ofrecerme un recorrido por la isla o hacerme preguntas serias.
«¿Cuántas casas tienes en tu ciudad?», «¿eres cristiano?».
En los momentos en que me iba a explorar, podía vislumbrar ojos vigilantes. Sabían que estaba bajo el cuidado del policía, pero se mantenían alerta.
Al contrario de los arrecifes de coral decolorados y rotos de Bora Bora y Tahití, Tepoto ha permanecido relativamente inmaculado.
Me sentí afortunado de vislumbrar la vibrante y abundante vida submarina.
Los cocos son el único cultivo comercial en Tepoto. Su carne blanca aceitosa, llamada copra, tiene una tasa fija de beneficio de 140 francos locales (aproximadamente US$1,3) por kilogramo.
La última noche en Tepoto, Severo y otros isleños se reunieron afuera de nuestra casa para beber cerveza y hablar de pesca en una mezcla de francés, tahitiano y el idioma local.
«Aquí, un regalo», me dijo Joseph, un pescador que me entregó un señuelo hecho a mano que usaba para atrapar el bonito. A cambio, le entregué mis gafas.
Estábamos era una pequeña isla con energía solar, sin internet, autos o Starbucks.
Los técnicos y yo éramos la única presencia externa y traté de hacer que valiera la pena.
La escuela primaria tenía un tablero de ajedrez, pero ninguno de los niños sabía jugar. Después de horas de instrucción, les hice jugar entre ellos.
Napuka
A la mañana siguiente, los hombres lanzaron el bote al oleaje. Los suegros de Severo vinieron con nosotros.
De vez en cuando, les gustaba visitar a la familia en Napuka.
«Ven y quédate con nosotros otra vez», me dijo Severo. Él y otros lugareños pusieron cadenas de conchas alrededor de mi cuello.
Cinco minutos después, Tepoto no era más que un susurro verde en el océano azul.
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