El presentador de El pueblo en combate, un popular programa de radio, siempre había elogiado a Nicolás Maduro, incluso cuando millones de ciudadanos se hundían en la miseria bajo el gobierno del Partido Socialista Unido de Venezuela. Pero este verano, cuando la escasez de gasolina paralizó su remoto pueblo pesquero, se desvió de la línea del partido.
Por Anatoly Kurmanaev / Isayen Herrera / Tibisay Romero / Sheyla Urdaneta / Fotod Adriana Loureiro Fernandez
En su programa, el locutor José Carmelo Bislick, un socialista de toda la vida, acusó a los dirigentes locales del partido de haberse beneficiado de su acceso al combustible, dejando a la mayoría de la gente haciendo filas durante días en las gasolineras vacías.
Solo transcurrieron unas semanas desde la denuncia cuando, en la noche del 17 de agosto, cuatro hombres enmascarados y armados irrumpieron en la casa de Bislick y le dijeron que “se comió la luz”, una frase que indica que alguien se ha pasado un semáforo en rojo. Luego lo golpearon y se lo llevaron a rastras frente a su familia. Horas después lo encontraron muerto con heridas de bala, y vestido con su camiseta favorita del Che Guevara.
Los asesinos de Bislick siguen prófugos en esa ciudad de 30.000 habitantes, donde todos lo conocían y sabían que le había dedicado su vida a la revolución bolivariana. El alcalde socialista de la localidad nunca habló del asesinato ni visitó a sus familiares, quienes dijeron que su muerte había tenido motivaciones políticas.
“¿Es denunciar tan feo como para que le cueste la vida a un hombre que solo buscaba el bienestar social?”, se pregunta Rosmery Bislick, hermana del locutor.
La muerte de Bislick parece formar parte de una ola de represión contra los activistas de izquierda marginados por Maduro, quien parece decidido a consolidar su poder en las elecciones parlamentarias de diciembre. La votación, boicoteada por la oposición y denunciada por grupos de derechos humanos, podría llevar a la que solía ser una de las democracias más consolidadas de América Latina al borde de un Estado de partido único.
Después de haber desmantelado a los partidos políticos que se oponían a su versión del socialismo, Maduro ha apuntado a su aparato de seguridad hacia los aliados ideológicos desilusionados, repitiendo el camino recorrido por los autócratas de izquierda desde la Unión Soviética hasta Cuba.
La oficina de Maduro no respondió a una solicitud de comentarios.
“Quien haga una crítica primero te ponen al lado de partidos de oposición, de derecha, te llaman traidor”, dijo Ares Di Fazio, exguerrillero urbano y líder del Partido Tupamaros, de extrema izquierda, que fue desmantelado por el gobierno en agosto después de haber expresado su descontento.
Las fuerzas de seguridad han reprimido a los tradicionales partidarios del gobierno que en los últimos meses inundaron las calles de las ciudades de provincia para denunciar el colapso de los servicios públicos. Funcionarios que denuncian corrupción son acusados de sabotaje.
Los integrantes de la alianza electoral gobernante que decidieron postularse como independientes son descalificados. Quienes perseveran son acosados por la policía o acusados de delitos espurios.
En parte, la represión interna es el resultado de la decisión de Maduro de abandonar las políticas de redistribución de la riqueza de su difunto predecesor Hugo Chávez, a favor de lo que equivale a un capitalismo de compinches para sobrevivir al endurecimiento de las sanciones estadounidenses. El cambio legalizó efectivamente la economía de mercado negro en Venezuela, santificando la corrupción generalizada y permitiendo que Maduro mantenga la lealtad de las élites militares y empresariales que se benefician del nuevo orden económico.
El presentador de El pueblo en combate, un popular programa de radio, siempre había elogiado a Nicolás Maduro, incluso cuando millones de ciudadanos se hundían en la miseria bajo el gobierno del Partido Socialista Unido de Venezuela. Pero este verano, cuando la escasez de gasolina paralizó su remoto pueblo pesquero, se desvió de la línea del partido.
Por Anatoly Kurmanaev / Isayen Herrera / Tibisay Romero / Sheyla Urdaneta / Fotod Adriana Loureiro Fernandez
En su programa, el locutor José Carmelo Bislick, un socialista de toda la vida, acusó a los dirigentes locales del partido de haberse beneficiado de su acceso al combustible, dejando a la mayoría de la gente haciendo filas durante días en las gasolineras vacías.
Solo transcurrieron unas semanas desde la denuncia cuando, en la noche del 17 de agosto, cuatro hombres enmascarados y armados irrumpieron en la casa de Bislick y le dijeron que “se comió la luz”, una frase que indica que alguien se ha pasado un semáforo en rojo. Luego lo golpearon y se lo llevaron a rastras frente a su familia. Horas después lo encontraron muerto con heridas de bala, y vestido con su camiseta favorita del Che Guevara.
Los asesinos de Bislick siguen prófugos en esa ciudad de 30.000 habitantes, donde todos lo conocían y sabían que le había dedicado su vida a la revolución bolivariana. El alcalde socialista de la localidad nunca habló del asesinato ni visitó a sus familiares, quienes dijeron que su muerte había tenido motivaciones políticas.
“¿Es denunciar tan feo como para que le cueste la vida a un hombre que solo buscaba el bienestar social?”, se pregunta Rosmery Bislick, hermana del locutor.
La muerte de Bislick parece formar parte de una ola de represión contra los activistas de izquierda marginados por Maduro, quien parece decidido a consolidar su poder en las elecciones parlamentarias de diciembre. La votación, boicoteada por la oposición y denunciada por grupos de derechos humanos, podría llevar a la que solía ser una de las democracias más consolidadas de América Latina al borde de un Estado de partido único.
Después de haber desmantelado a los partidos políticos que se oponían a su versión del socialismo, Maduro ha apuntado a su aparato de seguridad hacia los aliados ideológicos desilusionados, repitiendo el camino recorrido por los autócratas de izquierda desde la Unión Soviética hasta Cuba.
La oficina de Maduro no respondió a una solicitud de comentarios.
“Quien haga una crítica primero te ponen al lado de partidos de oposición, de derecha, te llaman traidor”, dijo Ares Di Fazio, exguerrillero urbano y líder del Partido Tupamaros, de extrema izquierda, que fue desmantelado por el gobierno en agosto después de haber expresado su descontento.
Las fuerzas de seguridad han reprimido a los tradicionales partidarios del gobierno que en los últimos meses inundaron las calles de las ciudades de provincia para denunciar el colapso de los servicios públicos. Funcionarios que denuncian corrupción son acusados de sabotaje.
Los integrantes de la alianza electoral gobernante que decidieron postularse como independientes son descalificados. Quienes perseveran son acosados por la policía o acusados de delitos espurios.
En parte, la represión interna es el resultado de la decisión de Maduro de abandonar las políticas de redistribución de la riqueza de su difunto predecesor Hugo Chávez, a favor de lo que equivale a un capitalismo de compinches para sobrevivir al endurecimiento de las sanciones estadounidenses. El cambio legalizó efectivamente la economía de mercado negro en Venezuela, santificando la corrupción generalizada y permitiendo que Maduro mantenga la lealtad de las élites militares y empresariales que se benefician del nuevo orden económico.