La puerta de la casa crujió como un hueso fracturado, emitiendo el sonido de la desgracia. Se astilló la madera, sus fibras vegetales, y las dos alas de la entrada, sujetas tímidamente por una cadena y un candado, se vinieron abajo. Como un escuadrón SWAT artesanal —menos fornidos, desorganizados, tratando de adaptarse a la coreografía de las muchas idénticas películas gringas— más de una decena de mujeres y hombres de la Seguridad del Estado entraron disfrazados de médicos sanitarios a Damas 955, La Habana Vieja, y detuvieron de manera forzosa a 14 personas, la mayoría de las cuales protestaba pacíficamente desde hacía ocho días por la detención arbitraria del rapero Denis Solís, condenado en juicio sumario a ocho meses de prisión por el cargo de desacato. Cinco de esas personas se encontraban en huelga de hambre y solo yo llevaba allí menos tiempo que los demás, dos noches de fatigoso pero extraordinario encierro.
El País | Carlos Manuel Álvarez
De hecho, mi entrada sorpresiva a la sede del Movimiento San Isidro, el proyecto de arte y activismo coordinado por Luis Manuel Otero desde su residencia particular, fue la excusa utilizada por las fuerzas del orden para ejercer la violencia. “No queremos hacerlo así”, dijeron a manera de trámite antes de romper la puerta. “Así es como ustedes lo hacen”, contestamos. Como venía del extranjero, querían acusarme de haber violado las medidas sanitarias contra la propagación de la covid-19, a pesar de que al mediodía del 24 de noviembre yo había ido directo desde el aeropuerto hasta el lugar de la protesta y había permanecido en aislamiento seguramente más que ningún otro viajero de mi vuelo y más que cualquier viajero en general de los que hubiera entrado a Cuba desde que abrieran los vuelos internacionales nueve días antes.
Hay quien cree que, con pinta de turista distraído, logré colarme en Damas 955 porque el cerco policial no esperaba una jugada así. Hay quien cree que la policía política conocía mis intenciones, mi viaje desde Nueva York vía Miami, y permitió que la entrada sucediera sin obstáculos para utilizarla a su favor. Yo no sé todavía, y no creo que vaya a saberlo alguna vez, de qué forma ocurrió. A veces la máquina de vigilancia es tan torpe que se vuelve eficaz, a veces es tan eficaz que se vuelve torpe, pero siempre tiene el control último de los hechos. Como sea, en Damas 955 conocían mi llegada, la juzgaron necesaria y cada decisión o paso que vino después fue tomado en conjunto, persiguiendo un fin común.
En la noche del 25 de noviembre, representantes de Salud Pública me hicieron llegar la información de que mi test en el aeropuerto había dado inhibido o alterado —no positivo— y que debían repetírmelo antes de la medianoche en el policlínico de 5ta y 16, reparto Miramar. Si no lo hacía, irían a buscarme. Ninguna autoridad pudo avisarme directamente, porque para ese entonces ya la empresa de telecomunicaciones había cortado mi línea de celular, tal como antes había cortado las de los demás. Las maneras en que lográbamos seguir conectados a Internet solo pueden entenderse como ejercicios de malabarismo. Por otra parte, desde antes de cualquier evidencia médica, los aparatos de propaganda oficialista habían empezado a fabricar el caso político, acusándome sin pruebas de incumplir protocolos sanitarios.
Me vi en una encrucijada aparente que resultó ser falsa. Si salía de casa, podrían diagnosticarme positivo de covid-19. Bajo la excusa de propagación, desmantelarían la protesta, entonces iba a parecer que yo había burlado el cerco de San Isidro con la complicidad del régimen, actuando como un peón suyo.
Una sospecha de ese tipo arruina para siempre la integridad moral de cualquier cubano, y es una de las técnicas predilectas y más efectivas de la Seguridad de Estado: instalarse en la conciencia colectiva; hacer creer que están en más sitios de los que están, porque así, justamente, se aseguran su presencia multiplicada; que cada quien sospeche del otro a las primeras de cambio y que nos lancemos incesantes acusaciones de soplones sin evidencia alguna. Es particularmente eficiente la manera en que esta lógica de control alcanza el éxito a través de su mala fama y construye su capital sobre la base de su propio desprestigio. El poder sabe que mancha, y que destruye la reserva civil de alguien si llega a convencer a los demás de que ese alguien les pertenece.
La otra opción que me quedaba, y que prefería, era permanecer dentro de San Isidro, aunque igual fueran a buscarme y de paso se llevaran a los demás. Por un momento, me cuestioné profundamente haber ido hasta allí, me sentí un estorbo, pero ese mismo día, un poco antes, Luis Manuel Otero me había dicho que la razón de su vida era la gente, y que había decidido deponer su huelga de sed, mucho más terrible y destructora que la de hambre, por el apoyo que venía desde afuera, y porque yo había volado desde Nueva York y el resto de sus compañeros de la protesta se lo pedían con gestos y preocupación constantes, aunque respetaran su postura. El cambio de huelga de sed de Otero, quien fue el único que mantuvo sobre sí un castigo de este tipo junto al rapero Maykel Osorbo, no se debió solo a un alarido físico terminal, sino que esa súplica del organismo al límite pareció venir también en forma de reflexión.
—¿Hay diferencia entre las huelgas de hambre y sed? —le pregunté, agachado a su lado. Otero descansaba en una colchoneta delgada. Llevaba una especie de trapo envuelto en la cintura, nada más. Recordé un cuadro: San Pablo el Ermitaño, de José de Ribera. Pero ahora un ermitaño negro, ulterior.
—La diferencia es muy grande —dijo—. Ves cómo el cuerpo se va consumiendo y consumiendo, lo ves desde adentro, empieza a sobrar la piel. Yo metía los pies en el agua…
—¿Eso para qué?
A veces se sentaba en una silla, los pies en una palangana, los codos apoyados en los muslos, cabizbajo en un rincón de la casa.
—Me daba el deseo, pero hay un momento donde ya no quería ni que me tocaran, ni ducha ni nada. Era algo para refrescar, no sé, me sentía bien con eso. El cuerpo se me iba, sientes la necesidad del agua, lo que significa, porque el 70% de tu cuerpo es agua, y tú ves cómo te vas secando, literalmente. Por eso el tema de meter los pies en el agua. El cuerpo se humedecía y había como un engaño ahí en la cabeza. Pero hay un punto en que ya, porque tú no eres una planta que va a coger agua por los pies.
Los ojos de Otero, expresivos y negros, habían recuperado su agilidad después de tomar agua y borraban parte de su condición fantasmagórica, dándole un segundo aire a la disolución. El corte triangular de sus pómulos se había acentuado por el cincel del hambre, que los rebajaba minuto a minuto, como quien busca tallar un retrato de huesos.
—¿Cómo te sentías justo antes de dejar la huelga de sed?
—Ganas de vomitar, muchos dolores en el estómago. Porque una cosa empieza a comerse a la otra. Y en los músculos, pero sobre todo en el estómago. La última noche dormí muy bien. Es como que el cuerpo me dijo: “Duerme, viejo, descansa. Ya no vamos a luchar contra nosotros mismos. Ya”. Esa noche soñé y todo. No recuerdo qué, pero estaba en un edificio, y había alguien conocido. Yo pude incluso haber aguantado dos días más, o uno.
A veces, cuando le entraba frío, un frío que nadie que no estuviera en huelga de hambre y sed habría podido sentir a fines de noviembre en La Habana, se envolvía en una sábana blanca. Quizá la huelga de sed pueda definirse como una fiebre de invierno.
Nos quedamos callados por un momento. Luego Otero siguió:
—Yo podía haber simulado un buche de agua, pero esto es real, no un performance. Podía haberme dado un buche de agua, filmar y ya. Y lo otro es que en la medida en que tú vas bajando, todas las energías que están alrededor tuyo también bajan.
—Ahí te decidiste.
—Los órganos empezaban a decir: “Mira, yo ya no puedo funcionar tan bien como este otro”. Los pies se levantaban y caminaban, pero era mecánico todo. El corazón me dijo: “Yo soy autónomo ahora mismo, tengo que luchar por mí”. Son las imágenes que tengo en la cabeza. Los órganos empiezan a independizarse y cada uno dice: “Espérate un momento, tengo que salvarme primero que tú”. El riñón contra el hígado, este contra aquel. Pero cuando regresas a la vida real, todo eso está integrado, y ya uno le pasó por encima al otro.
Imagino los órganos de Otero combatiendo débilmente entre ellos, exhaustos en su cuerpo seco, padeciendo el sol de su determinación política.
—¿Y qué más? —pregunté.
—Lo otro es la relación con la muerte, yo no le tengo miedo. Es un estado más. Para mí es más compleja la vida que la muerte. Esa relación de darle sentido a la vida, echarle gasolina de nuevo y que siga andando y andando. Recuerdo que Yasser estaba sentado ahí, mirándome. Yasser es un tipo súper light, tranquilo, y me miraba con los ojos abiertos así como si me dijera: “De pinga, te estás yendo”.
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