El 30 de octubre de 2020, Diego Armando Maradona atravesó la boca de un lobo de plástico en el campo del estadio Juan Carmelo Zerillo en las afueras de La Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina, poblado por cámaras y reporteros pero semivacío de hinchas por la pandemia, con el rumor de los cantos de unos pocos presentes, el estadio envuelto en banderas que lo evocaban, su cara pintada en telas donde todavía era un héroe, la silueta y el brío propios de México 1986. Había dignatarios ese día, los hombres de las máximas jerarquías del fútbol nacional para saludarlo y palmearlo en la espalda, presentarle obsequios que tal vez ni le interesaban. Estaba su hijo, Dieguito Fernando, su último hijo. Maradona cumplía 60 años, lo celebraba como director técnico de Gimnasia y Esgrima de La Plata. Lo celebraba también como un hombre al que el final quizás le llegaba mucho antes de su tiempo.
Por: Infobae
Un asistente lo llevó de la mano ante el rugido de la cancha en la boca del lobo de plástico, como si fuese un ancianito, el paso de un hombre demolido. Quienes se erigieron como sus hombres más cercanos, los abogados Víctor Stinfale y Matías Morla, los que dijeron representar sus intereses a lo largo de la última década, jugadores hábiles en el final de la biografía de un hombre de fama y fortuna absoluta, entraron a su habitación para despertarlo esa mañana. Maradona estaba visiblemente disgustado, sus familiares dijeron verlo hinchado, triste. Había bebido cinco latas de bebida energizante antes de llegar al estadio junto a un café, el único refuerzo que lo echaría a andar.
“¿Puede hablar o no? Si te dice dos palabras coherentes, olvídate, es la gloria”, se preguntaba otro de sus hombres cercanos a él, un miembro de su nuevo entorno. Maradona apenas pudo balbucear mientras lo palmeaban en la espalda esa tarde en el estadio. Ni siquiera se quedó hasta el final de su propia fiesta. Se fue. Las banderas en los alambrados celebraban a un hombre que tal vez ya ni siquiera existía, al que habían borrado, erosionado golpe a golpe, un palacio que ya no era, como si los sirvientes de Versalles robaran el oro y el lujo de sus paredes hasta dejarlo irreconocible. Una cáscara.
Irónicamente, sus propios amigos se habían convertido en sus lobos. Algo ya le devoraba el corazón en ese día de sus cumpleaños, no una conjura, sospecharía la Justicia tiempo después, sino un acto de negligencia criminal. Ese día, probablemente en su propio cumpleaños, Maradona comenzaba a morir.
Y así fue. El 25 de noviembre, un mes más tarde, poco antes del mediodía, en una habitación de una casa en el country San Andrés de Tigre, Maradona finalmente murió.
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