Repasar el dolor en las cicatrices del cuerpo. Repasarlo en cientos de manos, alientos, olores, ojos… en cientos de hombres sin nombre y con la brutalidad aflorada. María Dora lo vuelve a repasar contando esta historia que es una, la de ella, pero la misma de otras más.
Sobrevivió a la trata de personas y la explotación sexual a la que fue sometida por los hombres del ‘clan del Golfo’; por eso suelta una sonrisa tímida cuando ve a Dairo Antonio Úsuga en el televisor, en una imagen que más parece una alucinación, vestido de traje de rayas naranja y con cara de “yo no fui”, dice ella. Pero es real y, entonces, toda la tragedia vuelve a su vida.
Su estómago su revuelve y tiene que vomitar. Les pasa a todas las víctimas cuando ven así, tan tangible, a su victimario.
Ella, una mujer de 23 años, tenía 13 cuando la campaña No Es Hora De Callar la encontró en una calle de Medellín, debajo de la estructura que sostiene los rieles del metro, en la estación del Parque Berrío. Estaba pegada, literalmente, a una bolsa llena de boxer. Inhalaba olvido.
El fin de semana anterior había regresado de una finca lujosa, en Acandí (Chocó). Allí llegó conducida por el proxeneta Javier Linares, ‘el Papi’, uno de los más fieles colaboradores de Roberto Vargas Gutiérrez, alias Gavilán, jefe militar del ‘clan’ y quien fue abatido por la Policía en agosto de 2017. ‘Gavilán’ fue quien estructuró y perfeccionó desde la misma creación de ‘los Urabeños’ (primer nombre que tuvo esta organización criminal), el negocio de explotación sexual. Delito que les ha dejado ganancias de miles de dólares, a la par de los cargamentos de droga que ponen en Centroamérica, Estados Unidos, Europa y Asia.
Linares era el encargado de “reclutar el ganado” para las ferias de fin semana. Así se comunicaban entre los hombres del ‘clan’. ¿El ganado? Niñas, muchas vírgenes.
“Inicialmente el ‘negocio’ se limitaba a conseguir niñas entre los 8 y 14 años para llevarlas a los campamentos del grupo y violarlas. Luego hicieron alianzas con organizaciones delictivas locales para manejar franquicias que pagaban un porcentaje -señala uno de los investigadores de la Policía que ha documentado todo el accionar de los Úsuga-. Así, se ampliaron a llevar jovencitas entre 16 y 18 años para atender los prostíbulos que se montaron, con el permiso del ‘clan’, en toda la zona minera del bajo Cauca antioqueño y el nororiente de Chocó. Y, por último, empezaron a llevar mujeres entre los 20 y 23 años, para fiestas privadas con los clientes, o sea sus compradores internacionales de droga”.
Un negocio fructífero, naturalizado, pero que no estaba en la lista de negocios que querían manejar los Úsuga, ya que Juan de Dios, ‘Giovanni’, el hermano mayor, muerto en una operación de la Policía el primero de enero de 2012, y quien fundó junto a Daniel Rendón Herrera el grupo de ‘los Urabeños’, tenía entre sus argumentos empresariales de crimen, que “meterse con putas era echarse la soga al cuello. Las putas para la cama, no para los negocios”, le escribió en un mensaje a su jefe de seguridad, cuando su hermano ‘Otoniel’ le propuso incluir el tema, como uno de sus activos financieros.
Pero, con la muerte de alias Giovanni, la organización se reacomodó y las nuevas cabezas crearon prácticamente un holding de servicios que, además de la cocaína, entró en la tercerización de las oficinas de cobro y una bolsa de empleo exprés para sicariato, minería ilegal, control territorial con extorsión, seguridad privada ilegal y la “diversión por catálogo”, en otras palabras: trata de personas y explotación sexual de niñas y mujeres.
Todo indica que fueron los mexicanos del cartel de Sinaloa, específicamente los hombres del ‘Chapo Guzmán’, los que convencieron a ‘Otoniel’ y a ‘Gavilán’ para entrar en el negocio. Lo claro es que, en el 2013, la organización contactó a Javier Linares (al parecer un nombre fachada), para que montara la estructura y funcionamiento en Colombia.
Las mujeres y niñas le dicen ‘el Papi’. Él solo aparecía para darles el visto bueno. Sus reclutadores se encargaban de buscarlas en las calles de Medellín, Cali, Pereira, Cartagena o Bogotá, conocer sus necesidades para poder chantajearlas y manipularlas y luego embarcarlas en buses o camionetas, rumbo al infierno.
María Dora subió en uno de esos buses.
Pero el ‘negocio’ prosperó, como lo habían presupuestado los mexicanos y era necesario expandirse a nivel internacional. Muchas jóvenes fueron enviadas a Puerto Vallarta o Quintana Roo en México y algunas alcanzaron a ser traficadas con las redes de España y Asia.
Un capítulo que apenas se abre porque, como aseguran ellas, las mujeres explotadas siempre van a estar en desventaja frente a un alijo de una tonelada de cocaína. Sus dolores y dramas parece que quedarán sepultados con la extradición del último de los capos colombianos del narcotráfico.
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