Edith aún tiene en la nariz una pequeña manguera conectada al oxígeno. Pese a su diabetes, sobrepeso y elevada presión arterial, esta mexicana sobrevivió a la covid-19 y pronto volverá a casa.
AFP
Mientras juega a la lotería en el área de convalecientes del Hospital Juárez, en Ciudad de México, Edith Aguilar piensa en un “tequilazo” (trago de tequila) y en los amorosos regaños que volverá a dar a su familia.
“¡Ya me falta poquito para ganar!”, dice esta mujer de sonrisa fácil, con la mirada clavada en su tabla del juego de azar más popular en México.
De 51 años, Edith se sumará pronto a las 184.000 personas recuperadas en todo el país, según el gobierno.
Fue ingresada a terapia intensiva el pasado 1 de julio contra su voluntad, pues creía en falsos rumores de que en los centros médicos matan a los pacientes infectados.
Su hermano y su hijo la llevaron “a la fuerza” cuando ya no podía pronunciar palabra por falta de oxígeno. “Yo tenía miedo de que me mataran”, afirma Edith, que vive de una pequeña tienda de abarrotes.
México, de 127 millones de habitantes, es el cuarto país más enlutado por el nuevo coronavirus, con 35.006 decesos y 299.750 contagios hasta este domingo.
Edith pasó un par de días en terapia intensiva, la sala que el doctor Luis Antonio Gorordo describe como el “rincón oscuro de los hospitales en el que nadie quiere entrar”.
Allí, algunas víctimas de la pandemia sufren alucinaciones, cuenta el médico cerca de un hombre intubado.
Para disminuir el delirio de quienes llegan a arrancarse los catéteres, Gorordo y un grupo de psicólogos intentan crear ambientes lúdicos.
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En una mesa, junto a un hombre conectado a un respirador artificial, hay un cuaderno de ejercicios mentales y crayones. De fondo, el ruido incesante de los aparatos médicos se mezcla con música ranchera que sale de una grabadora colocada cerca de las camas.
“Estar aquí es como cosa de locos, porque no ves a nadie, estás solo, no sabes qué día es, entonces es estresante”, comenta José Iván Lizcano, esforzándose para respirar.
A este estilista de 29 años le retiraron hace poco la manguera del ventilador mecánico y pronto pasará al piso de Edith.
En los cuartos de convalecencia, la iluminación al menos permite que los pacientes distingan mejor al personal de salud.
Algunos médicos y enfermeras se pegan en el pecho fotografías de sí mismos para que los pacientes los identifiquen entre trajes desechables, gafas de seguridad empañadas, mascarillas y gorros.
El ambiente aquí es de alegre ansiedad por abandonar el hospital.
“Ya estoy a un pasito de salir ¡Qué más quisiéramos que un tequilazo!”, dice desparpajada Edith, sin dejar de jugar a la lotería con sus dos compañeras de cuarto.
“Yo soy muy tóxica, necesito regañar a mi familia para estar feliz. Se oye feo, pero necesito un poquito de gritos”, confiesa.
Todas están felices porque Petra Romero, de 67 años, la más tímida del grupo, se cambiará en minutos la bata de tela áspera tras diez días de hospitalización y recorrerá el pasillo de los aplausos, ceremonia de despedida del personal médico para quienes son dados de alta.
Petra coincide con otro paciente en la salida y ambos se van sollozando.
“El mole de olla, Petrita, el mole de olla (comida típica mexicana), no se te vaya a olvidar hacerlo cuando llegues a casa, y te acuerdas de nosotras cuando lo estés saboreando”, le grita Edith desde la cama que pronto dejará.
AFP
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