En Venezuela el Estado no garantiza la alimentación de los presos: ellos dependen de la comida que les llevan sus familiares. Ahora con las visitas suspendidas por la pandemia y la escasez de alimentos, la salud de los reos con tuberculosis está empeorando.
Cristina Gonzalez | Efecto Cocuyo
“Tía, estoy desesperado; ayuda a mi mamá para que me saquen de aquí”, alertó Carlos* a su familia a principios de abril de este 2020, cuando para él y la mayoría de los presos se acabaron las opciones de recibir y de comprar comida dentro del Centro Penitenciario de Los Llanos (Cepella), en el centro-occidente de Venezuela.
La pandemia había llegado al país unos días antes. Así que, con el propósito de prevenir la propagación de la COVID-19, el 2 de abril las autoridades cerraron las cárceles a cualquier visita y, con ello, estrangularon la red de abasto de comida para los miles de internos.
A las condiciones de hacinamiento y de precaria higiene por la falta de agua denunciadas por organizaciones internacionales como Human Rights Watch, se sumó un elemento perturbador en la vida cotidiana de las prisiones: el hambre.
No pasaron muchas semanas después de esa llamada de Carlos para que el 1 de mayo de 2020 ocurriera en ese centro penitenciario un motín que concluyó con la atroz matanza de 47 reclusos, cuyo asesinato se atribuye a integrantes de los propios cuerpos de seguridad del Estado, entre ellos la Guardia Nacional Bolivariana.
Las autoridades difundieron la versión de que la muerte de los reclusos se produjo luego de un fallido intento de fuga, pero grupos de familiares, organizaciones no gubernamentales y la Asamblea Nacional coinciden en el motivo real: los reclusos protestaban por falta de comida.
No alimentarse bien mantiene la ventana abierta a la muerte por otra enfermedad infectocontagiosa que circula profusamente en las prisiones venezolanas: la tuberculosis.
A la fecha no existen reportes de que en los centros de reclusión se tengan casos confirmados del nuevo coronavirus. La ministra de Servicio Penitenciario, Iris Varela, aseguró a principios de abril que no había contagios del virus. Tampoco se han conocido denuncias de ONG o familiares sobre casos confirmados en las prisiones del país.
La pandemia y las cárceles
La pandemia ha empeorado las fallas del sistema penitenciario venezolano. Como el Estado no garantiza la alimentación de los presos, la mayoría depende de la comida que les suministran sus familiares los días de visita. Igual sucede con el agua potable y las medicinas.
Por eso, Carlos no continuó su tratamiento para la tuberculosis desde que llegó la pandemia al país.
La detección de su enfermedad no había sido fácil. En una visita a la cárcel, la madre de Carlos tomó una muestra de esputo —secreción de las vías respiratorias— para llevarla por cuenta propia al médico de su comunidad, en Ocumare del Tuy, estado Miranda.
El joven de 22 años de edad temblaba de fiebre y hablaba con dificultad. “En ningún momento nos permitieron sacarlo para un hospital ni nada”, relata su tía.
Lo que sospechaban desde principios de 2019, cuando ya presentaba síntomas, se comprobó un año más tarde. La prueba resultó positiva y el médico de confianza, que trabaja para una red ambulatoria de atención pública, les facilitó el tratamiento. La madre pudo llevar los medicamentos a Carlos sólo un par de veces, hasta que la COVID-19 creó un nuevo obstáculo para su curación: la suspensión de las visitas.
El Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP) registró el fallecimiento de 94 presos durante el año pasado, de los cuales 62 murieron por razones de salud, principalmente tuberculosis y desnutrición.
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