El final de 2017 parecía prometedor para Luis Farfán. Tocar su amado corno francés con la orquesta de la Universidad Distrital de Bogotá, la Filarmónica y la Sinfónica Nacional lo ilusionaron con un sueño: poder vivir de la música en Colombia, tal como lo hacía en Venezuela antes de convertirse en otro migrante en busca de oportunidades. Pero llegó enero de 2018 y ese sueño se apagó. Vino el hambre, la estrechez y la angustia por sobrevivir, así reseñó El Nacional
Entonces este concertista y luthier (fabricante y reparador de instrumentos) formado en el famoso Sistema de Orquestas de Venezuela, creado por el fallecido maestro José Antonio Abreu, sintió que jamás volvería a tocar con su corno, como lo hizo cuando se presentó en el mismísimo teatro Scala de Milán (Italia). Al contrario, se vio obligado a vender el instrumento, su gran amor, para comprar una motocicleta y empezar a repartir domicilios a través de aplicaciones digitales.
“Ese día dejé de ser yo. Tenía que comer, pero mi sueño era hacer música; vivir de ella como en Venezuela. Perder mi corno era perder mi esencia, lo que soy. No se imagina la tristeza que eso significa”, relata este joven, de 26 años de edad.
Algo similar le sucedía a Angélica Rivera. Colombiana, de 40 años de edad, cabello blanco con matices púrpuras, actitud y pinta de rockera y que siempre ha amado cantar. Lo hace desde los 9 años de edad. Es una soprano profesional que disfrutar estar un escenario. Allá está su vida. Pero su pasión le ha generado un precio alto. No ha sido fácil hallar su lugar.
La competencia despiadada entre sus pares, los rechazos y las humillaciones porque “no se te oye” o “ella canta mejor”, la han golpeado tanto que sufre de depresión.
Esa condición la obliga a retarse cada mañana. No puede abrir los ojos sin tener un motivo que la haga feliz. Algo que la eleve y la haga disparar su pasión. Eso sólo lo logra cantando en un escenario.
Tanto Luis como Angélica parecieron alejarse, en medio de tiempos oscuros, de su destino. Sintieron que jamás volverían esos tiempos de aplausos o de vibrar con los sonidos de una orquesta en armonía perfecta. Hasta que apareció la Orquesta Sinfónica de la Juventud, integrada por músicos colombianos y venezolanos.
Así nació el proyecto
En los últimos años, las calles y los buses de Bogotá se llenaron de música clásica y popular tocada por talentosos venezolanos, muchos de ellos, profesionales curtidos en los mejores escenarios del mundo y que ahora deambulan en busca de alimentar su cuerpo, pero también su pasión por los acordes.
El centro de Bogotá, y los articulados de TransMilenio, ahora son engalanados por violinistas, chelistas, fagotistas, coristas líricos y exponentes del folclor popular. Todos tienen un común denominador: sus impecables interpretaciones.
A su lado, como siempre, buscan su lugar los talentos colombianos. Al igual que sus hermanos venezolanos, interpretan con maestría instrumentos clásicos. Muchos de ellos jóvenes estudiantes recién egresados en busca de oportunidades que, en Bogotá, pintan escasas porque son pocas las orquestas de este tipo. La Filarmónica de Bogotá y la Sinfónica Nacional reúnen apenas 180 músicos. Pocas plazas para los más de 368 graduados que esta profesión deja cada año en la capital.
Pero todos, en calles y plazas o en pequeños escenarios particulares, conforman una rica mina de talento que espera ser unida y armonizada. En el caso de los migrantes venezolanos bastaba con que alguien tuviera la iniciativa. Y eso sucedió cuando un nutrido grupo de maestros y músicos del país vecinos se encontraron por casualidad y crearon un grupo en Whatsapp llamado Músicos en Bogotá.
Entre ellos estaban Arex Aragón, violinista y cuya familia fue fundadora del Sistema de Orquestas de Venezuela; Eduardo Ortiz, director de orquesta y docente en su país; Graciela Miranda Wagner, fagotista solista egresada del London College of Music; Alvaro Carrillo, contrabajista y especialista en gerencia y gestión de orquestas, y Álvaro Barazarte, director académico por 18 años del prestigioso Conservatorio de Música Simón Bolívar.
“Empezamos a descubrirnos, a ver que éramos muchísimos los que estábamos en la ciudad y compartíamos la experiencia y trayectoria en escenarios de todo el mundo. Por eso decidimos reunirnos”, cuenta Arex Aragón, quien recuerda ese primer encuentro como el germen de lo que luego se convertiría en una orquesta y un coro filarmónicos binacionales con más de 130 músicos de ambas nacionalidades.
Primeras presentaciones
Esa semilla tuvo su primer fruto en mayo de 2019. Se juntaron en la plaza de Usaquén, en el norte de la ciudad, para rendir homenaje al maestro Abreu, quien había fallecido poco más de un año antes, el 24 de marzo de 2018. El concierto, el primero de una orquesta binacional, fue un éxito.
“Entonces, supimos que había que hacer algo. Teníamos la gente y la experiencia. Además, en Colombia existe la necesidad para los músicos jóvenes colombianos de tener un espacio para seguirse formando. Así que el objetivo era unir los dos grupos poblacionales, para que los artistas de acá se integraran a una orquesta profesional con estándares altísimos de calidad y los venezolanos, que están en otros oficios, puedan regresar a tocar. Para ellos, esto es su paraíso”, relata Aragón.
Y así, en septiembre pasado, crearon la Fundación para la Integración Musical de Colombia Fundimusicol. Con ella nacieron la Orquesta Sinfónica de la Juventud y el Coro Sinfónico de la Juventud. Ya cuentan con seis presentaciones y varias más en camino. Uno de sus mayores ganchos es unir la música clásica con melodías populares como «Colombia tierra querida» y «Alma Llanera».
Actualmente, 46% de los integrantes del coro y la orquesta son venezolanos, todos pertenecientes al Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles de ese país. Otro 35% son colombianos y 19% comparten la doble nacionalidad, al ser de familias retornadas, es decir, migrantes colombianos que se fueron al vecino país en los 80, tiempos del auge económico venezolano y el conflicto armado colombiano, y que hoy debieron regresar por la crisis política, social y económica.
“32% de nuestros integrantes posee un empleo estable, mientras que 39% está en condiciones de informalidad laboral. Contamos con 12% de población estudiantil –la mayor parte ciudadanos colombianos–, la cual encuentra un espacio de práctica colectiva de calidad en el que pueden fortalecer y enriquecer sus aprendizajes”, según cuenta la información oficial de la Fundación.
Una de ellas es Natalia Bernal, de 20 años de edad. Esta estudiante de música de la Universidad Central de Bogotá ha encontrado en este grupo su espacio propio de crecimiento profesional. “La energía de esta orquesta es increíble. Hay una enorme hermandad. La primera vez que pisé este lugar me recibieron con los brazos abiertos, me alcanzaron una silla, me guiaron, me enseñaron. Esto es muy bonito. Nunca había tenido amigos venezolanos y ahora no solo tenemos amistad, sino que aprendemos juntos”, dice la joven bogotana.
Lo mismo piensa otro miembro del grupo: el corista Fernando Buitrago y estudiante de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (Unad), quien reconoce que este es un lugar perfecto para evitar el peor miedo de los egresados colombianos: “En Colombia es muy difícil vivir del arte. Pero este es un lugar para crecer, con mucho futuro, con todo el potencial para triunfar”, cuenta Buitrago.
Volver a ser músicos
Osiris Rozo, su esposo Daniel Molina y su hijo Ian, de un año y medio de edad, hacen su aparición en la sede de la Iglesia Evangélica Luterana El Redentor, en Chapinero (norte de Bogotá), donde la Orquesta y el Coro lograron un espacio para ensayar. Llegaron a Colombia hace 7 meses. Ella es violinista profesional, pero por la crisis no se ha podido graduar. “Todos los maestros que me podían dar el cartón se fueron de país”, relata.
Daniel es especialista en folclor venezolano. Toca el cuatro. Y ha encontrado su espacio en la Orquesta, especialmente en las piezas que mezclan música clásica con piezas tradicionales y populares.
Ambos trabajan como freelance por internet. Pero es en su lugar de ensayos donde realmente, según sus propias palabras, vuelven a vivir, a vibrar con lo que les gusta e ir más allá de tocar en un espacio donde –dicen– el público es ingrato: los buses de TransMilenio. “Jamás me imaginé hacerlo y es un contraste complejo. De pasar de un escenario grande, donde todos te escuchaban a un lugar en el cual a duras penas tres personas te ponen atención”, cuenta Daniel.
Pero los lunes, martes y viernes, durante dos horas, de 7 a 9 de la noche, todo cambia. “Esos días nos sentimos libres”, asegura Osiris. Y sus compañeros asienten. Todos coinciden en que quienes apenas comienzan por el camino de la música descubren que sí se puede soñar con vivir de su pasión, del oficio que escogieron. Y para aquellos a quienes la migración los hizo empezar de cero, ese tiempo les recuerda quiénes son y para qué están en el mundo. Les revive la fuerza de sentir la ovación en un escenario.
Que lo diga Luis Farfán, quien decidió que no importaba nada más que la música. Por eso, como si quisiera retroceder en el tiempo, vendió su moto para hacerse, una vez más, a un corno francés. Lo restauró y se decidió, en octubre, a tocar las puertas de la Orquesta Sinfónica de la Juventud. Y desde ese momento podría decirse que resucitó.
“Estar en la Orquesta es volverme a sentir músico. No hay momento más feliz en el día que el de ensayar. No importa si pedaleé mil horas bajo sol o bajo lluvia, porque acá recuerdo que yo no soy mensajero, que yo vine para ser músico”.
Con información de El Nacional
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