Pedro Benítez (ALN).- Chile se enfrenta a un futuro incierto; sin embargo, sería un error sacar las conclusiones equivocadas de su proceso político en curso. A lo largo del último año ese país pareció al borde de una revolución de extrema izquierda. Pero más allá de las impactantes imágenes de iglesias incendiadas como teas está el interminable juego político. Si la próxima Constitución es producto de un acuerdo y no de la imposición de una parte del país sobre la otra habrá salvado su democracia.
Pedro Benítez –ALnavio
Con el plebiscito nacional que el pasado domingo 25 de octubre aprobó la redacción de una nueva Constitución, Chile cierra un ciclo de su historia que se inició con otro plebiscito, el de 1988, consulta mediante la cual se puso fin, sorpresivamente, al intento del general Augusto Pinochet de mantenerse en el poder ocho más y se abrió paso a la elección presidencial de 1989, la primera democrática desde 1970.
En esa ocasión los partidos de la denominada Concertación, fundamentalmente socialistas y democratacristianos, dejaron de lado los enfrentamientos que arrastraban desde el gobierno del presidente socialista Salvador Allende, para intentar derrotar con los votos a la dictadura instalada por el golpe de Estado de septiembre de 1973.
Contra todos los pronósticos derrotaron al régimen militar con sus propias reglas. De ahí en adelante comenzaron el camino de una democracia pactada, asumiendo los elementos fundamentales del experimento económico de libre mercado impuesto por la dictadura.
Según todos los datos disponibles esta etapa democrática ha estado llena de éxitos. Durante los gobiernos democratacristianos de Patricio Aylwin y Eduardo Frei Montalva, de los socialistas Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, y el primero del empresario Sebastián Piñera, Chile dio la imagen de un país estable, abierto y democrático. Previsible y sin sobresaltos.
Una economía exitosa que le permitió alcanzar el PIB per cápita y el Índice de Desarrollo Humano más altos de Latinoamérica, donde la pobreza pasó de 40% a 8%, y la desnutrición infantil desapareció. Más sorprendente aún es que, contrariamente a lo que se sostiene hoy, la desigualdad en Chile está por debajo del promedio de la región (ha ido descendiendo) y la movilidad social es mayor que nunca antes.
Y sin embargo Chile es una sociedad insatisfecha. Sobre esto se escriben, y se seguirán escribiendo, muchas teorías explicativas. Probablemente ninguna sea concluyente.
Lo que parece evidente desde el exterior es que Chile es un país fracturado por el golpe de Estado de 1973 y la dictadura militar que le siguió.
Como demostración de que la manera más efectiva de propagar una idea es perseguirla, una de las consecuencias de la dictadura anticomunista de Pinochet es haberle legado a Chile el Partido Comunista (PPCh) más activo e influyente de toda Suramérica. Por extensión, la izquierda chilena más radical siente que su misión es enterrar todo el legado de la dictadura, el modelo económico de libre mercado y la Constitución aprobada de manera bastante cuestionable en 1980.
Una izquierda que tiene años trabajando en ese sentido, y que no acepta la legitimidad de la “derecha” ni siquiera cuando gana elecciones. Es lo que ha pasado con las dos elecciones presidenciales que ha ganado Sebastián Piñera (2010 y 2017).
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