«Bienvenidos al Darién, esperamos que lo disfruten”, le gritan al grupo de 60 migrantes que acaban de arribar, con niños en brazos y maletas, en mototaxis y motocarros al lugar, en las afueras de Acandí, donde queda la entrada a esta inhóspita selva.
Por GDA | El Tiempo | Colombia
A la derecha hay un cultivo de plátano, y a la izquierda, un camino destapado que se pierde en la maleza. En el medio están unos hombres uniformados con camisetas rosadas, que llaman ‘asesores’ y guían al grupo, que son marcados con brazaletes que usan en los parques de diversiones, mientras unos metros atrás ocho hombres armados, que se mueven en 4 camionetas Toyota Hilux, vigilan que no haya contratiempos.
Ellos son los que controlan ese camino de barro, que es la única entrada al llamado Tapón del Darién, que lleva de Colombia a Panamá en ocho días de travesía a pie.
Es el punto de no retorno para los migrantes que entran a Colombia en busca de conseguir el ‘sueño americano’. Pasar por allí tiene un precio alto, ya sea en dólares o con la vida. Pero por acá no se migra, se es traficado.
Era la 1:10 de la tarde del domingo 17 de septiembre. Apenas bajamos y dimos unos pasos a la entrada del primer campamento en el poblado chocoano, nombrado el ‘albergue’, los de camisa rosada nos hacen pasar pero luego se percatan que somos periodistas, nos sacan y nos llevan a una plataforma con techo en la entrada.
-¿Tú quién eres? ¿Quién te dio permiso de venir acá? – Nos dijo un hombre alto, con sobrepeso, canoso y un corazón tallado con cuchilla en su parietal derecho.
-Buenas tardes, estimado, somos periodistas y vinimos a hablar con los migrantes -Le decimos.
-Ahh, periodista, pero tú no sacaste permiso para venir acá. Negro, llámame a ‘Maradona’ para ver si los atiende -Responde el hombre, que viste camiseta polo negra y carga un bolso Gucci negro en cuero, donde guardaba el arma con la que nos iba a volver a preguntar si no decíamos la verdad.
Mientras esperamos afuera 15 minutos a que ‘Maradona’ apareciera, unos 500 migrantes más llegaron al campamento, eso era hora pico en el flujo de migrantes. “Bienvenidos al Darién”, les repetían sonrientes los ‘asesores’.
Al fondo hay cuatro casonas donde en unas venden comida y artículos de supervivencia, como creolina, carpas, botas y condones, que sirven para proteger el celular y el dinero de la lluvia, y en otras duerman los ‘asesores’ y los de seguridad. Los migrantes, que en el día se pelean por la sombra de un árbol del albergue, deben dormir en el suelo o pagar 10 dólares por una hamaca.
Tienen las caras largas y marcas de picaduras de mosquito. Unos hablan por teléfono mientras otros hacen fila para sacar dólares de una oficina de Western Union, que opera en este recóndito lugar.
Los migrantes que negociaron el paso cargando droga o haciendo favores a la red de trata duran un día en el albergue; los que llegaron inocentes, muchas veces engañados por familiares o amigos que pasaron antes, deben esperar hasta 5 días. No pueden salir, están prácticamente secuestrados, y quien quiera abandonar antes de empezar, debe dejarlo todo para salir del perímetro asegurado por las autodefensas, el cual está marcado por grafitis de pintura negra sobre carteles y paredes: AGC.
Tal es la desesperanza para los extranjeros en Acandí, que habitantes del pueblo aseguraron que algunos han salido de allí y terminan suicidándose en el muelle.
El verdadero infierno de la migración se vive en Necoclí
El camino para llegar a este recóndito lugar del Golfo de Urabá no ha sido fácil, a cuesta cargan una cruz de meses.
La primera parada es Necoclí. En este punto es cuando empieza a operar a toda marcha la bien aceitada maquinaria delictiva. Los reciben los ‘guía turísticos’ o ‘asesores’, la forma para referirse a los ‘coyotes’ en el pueblo, quienes los agrupan según sus nacionalidades.
Enrique*, un coyote que instruye a los migrantes y que pide no dar su nombre real, confiesa que todo el proceso está cuidadosamente estudiado y ejecutado por los cabecillas de las AGC para destruir el espíritu de los migrantes y llevarlos a un callejón sin salida.
«Los chinos se hospedan en los hoteles que tienen en la ciudad los principales funcionarios y líderes comunitarios del pueblo que trabajan, como casi todos, con los jefes (el ‘clan del Golfo’). A los haitianos, que antes eran mayoría, los llevan a las casas que ya tienen cuadradas en el barrio El Caribe, donde les explican el siguiente paso. Y a los venezolanos los mandan para la playa, ellos no importan al principio», revela Enrique.
La frontera entre el paraíso turístico y el averno es un puente de tres metros de largo que divide a la Necoclí antioqueña de la Necoclí venezolana, como llaman al barrio El Caribe, un sector de 48 manzanas que es el epicentro del tráfico de migrantes y la explotación sexual.
En la primera hay turismo, en la otra hay cientos de venezolanos acampando en la arena.
En El Caribe, bien temprano en la mañana o tarde en la noche se pueden ver pasar las procesiones de haitianos. Son menos que hace un año y los ocultan muy bien.
Cifras de la Defensoría del Pueblo emitidas en abril de este año dan cuenta de que desde 2021, cuando comenzó la diáspora de haitianos por El Darién, el flujo de estos migrantes ha disminuido notablemente, pasando de 80 mil a 20 mil en 2022 y 16 mil este 2023.
A estos haitianos los hospedan en las casas de El Caribe, donde les cobran 10 dólares a cada uno por cada noche que estén ahí y les explican cómo van a cruzar la frontera.
«Lo primero es contarle el proceso regular de los 350 dólares y lo que les espera en Acandí. Les explicamos todo lo más horrible posible para que se asusten y acepten cruzar de la otra forma, que dura solo 3 días si nos llevan una mercancía (droga)», detalla Enrique.
El coyote explica que a los que no quieren hacer el trato no se les obliga, pero cuando les toque pasar por los muelles del barrio no habrá consideración, y menos al llegar a Acandí.
Los que sí acceden a llevar la droga salen de las casas a medianoche en motocarros contratados por los jefes de las zonas, entre ellos se destaca un pastor cristiano que en cuestión de un año convirtió su casa en ruinas en un edificio de 3 pisos donde alberga a cientos de haitianos, también los hospeda en las casas de sus vecinos, pagándoles una parte de lo que les cobra por noche a cada haitiano.
Los motores pequeños rugen cuando el reloj marca el cambio de día y pasan las olas de haitianos por las calles del pueblo. En un tramo pasan a una cuadra del cuartel de la Policía Nacional.
Un funcionario del gobierno local asegura que lamentablemente todas las instituciones en Necoclí están contaminadas por las AGC. “Aunque no quieran deben trabajar para ellos, quien se opone desaparece”, dice.
Los haitianos llegan hasta un muelle escondido a la salida de Necoclí, suben a lanchas y viajan 5 horas hasta un punto desconocido de la selva donde el ‘clan del Golfo’ los recibe, les quitan la droga y los requisan hasta en las vías anales. Los que pasen el denigrante filtro caminan tres días hasta Bajo Chiquito, en primer pueblo panameño sobre la frontera. Ese trayecto, dominado por pandillas del vecino país, es el más peligroso de la travesía.
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