En plena euforia por la reciente beatificación del “siervo de Dios” hay una historia que exige ser recordada y bien contada.
Vientos plenos de esperanza y fe refrescan a nuestra atribulada Venezuela en estos días, gracias a los anuncios que desde el Vaticano confirman la beatificación de José Gregorio Hernández, el médico milagroso de Isnotú, para júbilo de un país en el cual la religiosidad y la espiritualidad siguen presentes en todas las almas buenas. A pesar de todo y de todos.
Por: Julian Afonso Luis / @JAL69
Esos vientos de esperanza hacen pensar a millones de venezolanos que es hora de reconstruir al país con valores como la honradez, el estudio, el profesionalismo, la laboriosidad y el esfuerzo constante. Y justamente nuestro flamante beato nos ofrece un extraordinario punto de partida; recordar y divulgar los hechos reales en torno a su trágico final para que prevalezcan del mismo modo en que la luz siempre derrota a la oscuridad, sobre las tantas leyendas urbanas surgidas en torno a esto.
Proliferan muchas afirmaciones incorrectas en torno al accidente mortal de José Gregorio Hernández, con el agravante de que con frecuencia hay medios de comunicación y especialistas que se ocupan en divulgarlas sin recurrir a la consulta y la investigación.
Entre las más famosas –y erradas – leyendas urbanas tejidas en torno al accidente ocurrido en la esquina de Los Amadores, en La Pastora, la tarde del domingo 29 de junio de 1919, están las de que el galeno fue atropellado y que el causante de la tragedia fue el primer carro llegado al país. Ambas afirmaciones son tan incorrectas como insistir en que Hernández murió de inmediato, en que hubo negligencia del conductor, o en algunas otras cosas.
LA ULTIMA VISITA DEL MEDICO
Según relataron varios testigos, José Gregorio Hernández reposaba en su casa de La Pastora a primeras horas de la tarde del 29 de junio de 1919. Se encontraba de buen ánimo por haber consumido en el almuerzo varios de sus alimentos favoritos y porque acababa de conocer detalles de los acuerdos que, tras terminar la I Guerra Mundial, anticipaban nuevos tiempos de paz para Europa. Uno de sus amigos relató años después que la devastadora guerra había causado numerosos desvelos al médico y éste, en sus diarias oraciones, habría ofrecido al Santísimo su propia vida si cesaban las hostilidades. Por eso las noticias que venían del Viejo Continente le alegraban y justamente hablaba de ellas con su familia cuando alguien tocó a su puerta para avisar que una anciana paciente que vivía en las cercanías necesitaba urgentemente ser atendida.
Quienes contaron la historia coinciden en afirmar que José Gregorio Hernández no dudó en levantarse de su poltrona y caminar hasta la casa de su paciente. Al encontrarla muy afectada le prescribió medicación inmediata y, sabiendo que la enferma no tenía dinero, fue él mismo a comprar los medicamentos a la botica situada en la esquina Los Amadores. Hace cien años los caraqueños usaban la palabra “remedios” al referirse a las medicinas y el término “farmacia” no estaba arraigado en el léxico popular.
Nunca nadie sabrá en qué pensaba el ilustre José Gregorio después de abandonar presuroso la botica a fin de volver cuanto antes con su paciente. Difícil precisar si venía distraído o ensimismado, o si la prisa le impidió ver bien lo que ocurría a su alrededor en una de esas tardes adormiladas que caracterizaban a la Caracas de 1919. Sea como sea, el galeno cometió ese tranquilo domingo un desliz fatal; cruzar la calle sin fijarse si alguien transitaba por ella.
EL MECÁNICO BENDITO
Del otro lado de la historia estaba un joven caraqueño, responsable, laborioso y honrado como la mayoría de los capitalinos. Su nombre era Fernando Bustamante Morales, tenía 25 años de edad y había sacado poco antes su licencia de conductor, otorgada por la Oficina de Tránsito de Caracas. Aquel joven poseía un pequeño taller y a esa hora había decidido ir a su casa a almorzar.
Bustamante conducía ese domingo un Essex “Super Six”, fabricado en 1918 por la empresa estadounidense Hudson Motor Car. Era un “phaetón” de notables dimensiones y prestaciones para la época, con un motor de seis cilindros y carrocería con techo de lona abatible. Muchos historiadores han repetido que Bustamante se sentía dichoso por ser aquel su primer auto y por haberlo comprado poco antes, pero en realidad el joven mecánico había recibido el Essex para hacerle servicio en su taller. Su propietario era el Estado Venezolano, que lo había adquirido en EE.UU para realizar funciones protocolares y oficiales.
Aquel Essex no era el único auto dispuesto para la flota oficial del gobierno. Tampoco era el primer carro llegado al país. Para entonces ya había más de 900 vehículos formalmente matriculados solo en Caracas. De hecho, en 1919 ya el tránsito era uno de los llamados “nuevos males” que amenazaban a la parsimoniosa Caracas y zonas como El Paraíso y los alrededores de la Plaza Bolívar mostraban una densidad vehicular notable.
Todavía el uso de tranvías eléctricos para el transporte público era normal en Caracas y por ello había uno circulando esa tarde por las cercanías de Los Amadores. La viva subida que lleva hasta allí acentuaba el lento y cansino andar de los tranvías y los vehículos de tracción animal, que se detenían constantemente. Por ello, como todos los automovilistas, Bustamante tomó previsiones para evitar quedar bloqueado tras uno de ellos.
Bustamante relató a las autoridades que levantaron el accidente el modo en que aceleró el Essex para colocar una marcha más en su caja de cambios y hacerle tomar velocidad a fin de superar la subida y adelantar al lento tranvía por la izquierda, como establecían las normas de circulación. Aquella no fue una maniobra imprudente, ni excedió los límites de velocidad. En realidad, el carro circulaba a unos 30kmh escasos cuando Bustamante pasó junto al tranvía, previendo que éste se detendría antes de llegar a la esquina para permitir la subida y bajada de pasajeros. Eran casi las dos de la tarde.
Desde su posición tras el volante, Bustamante no tenía ninguna posibilidad de ver qué ocurría delante del tranvía, que ya se había detenido. Por ello no pudo ver a José Gregorio Hernández cruzar distraídamente la calle por delante del tranvía y aparecer repentinamente frente al Essex, para su estupor y sorpresa.
El Essex no circulaba a gran velocidad, pero su presencia sorprendió al desprevenido José Gregorio, cuya pierna izquierda fue golpeada levemente a la altura del muslo por el guardafangos derecho del auto. El golpe fue leve, pero bastó para que el médico perdiera el balance y por ello -al intentar recuperar el equilibrio agarrándose a un poste- no pudo evitar caer de espaldas al piso con la mala fortuna de que la parte posterior de su cráneo golpeó secamente con el borde de la acera.
Mientras José Gregorio Hernández trastabillaba, Bustamante detenía el carro y fue la primera persona que llegó al lado del galeno. Al verle, lo reconoció como el médico familiar al cual debía tantos favores, incluyendo la medicación de su hijo recién nacido a quien le había ofrecido en bautizo, como agradecimiento. El golpe había sido fuerte y Bustamante no dudó en pedir ayuda a un transeúnte para colocar a José Gregorio dentro del Essex y partir raudo hacia el centro de salud más cercano. Ese lugar resultó ser el Hospital Vargas, que entonces era el centro médico más importante de Caracas y alguna vez fue dirigido por el propio José Gregorio Hernández, quien mantenía allí su consultorio y daba clases a estudiantes de medicina.
Ya agonizante, José Gregorio Hernández fue ingresado en el Hospital Vargas y recibió inmediata atención. Bustamante regresó prestamente en el Essex a La Pastora, a fin de avisar lo ocurrido. Luego retornó al hospital acompañado por varios miembros de la familia Hernández y allí todos recibieron la triste noticia; el médico acababa de fallecer, según certificó el doctor Luis Razetti.
HECHOS DETRÁS DE LOS HECHOS
Por alguna razón, el imaginario popular asignó a Fernando Bustamante la propiedad del Essex Six y atribuyó al carro otras características equivocadas por lo que respecta a su marca y modelo. En realidad, tras realizarse las experticias legales, el auto regresó a sus labores protocolares y se mantuvo en la flota de la Presidencia de la República por varios años, siendo asignado a numerosos eventos, incluyendo brindar transporte a Fernando María de Baviera y Borbón, emisario de Su Majestad, Alfonso XIII de España, durante su visita oficial a Caracas en mayo de 1921. Al terminar su vida útil, el Essex Six fue desincorporado de la flota oficial y nadie más supo de su paradero.
Después del accidente, Bustamante fue privado de libertad bajo el cargo de “homicidio involuntario” y fue puesto en libertad dos días después, luego de escuchados los testimonios de once testigos y de evaluarse lo ocurrido. Había quedado inmediatamente evidente su falta de culpa en un incidente cuya causa habrá que dejar recaer en el más puro infortunio, añadiendo quizá algo de imprudencia de José Gregorio. Los detalles del caso quedaron sellados en un expediente identificado con el número 52 y fechado el 1ro de julio de 1919 por el Tribunal de Instrucción de Caracas.
Bustamante cerró su taller poco después y vivió una vida larga, tranquila y discreta, dedicada al trabajo, a la familia (llegó a tener doce hijos) y a una nueva actividad comercial derivada del ejercicio del oficio de optometrista, gracias a lo cual montó una pequeña cadena de tiendas en Caracas, bajo la razón social “Óptica Bustamante”. Ya octogenario, hacia 1979, Bustamante pudo relatar los detalles del caso al periodista José Emilio Castellanos, quien le entrevistó en el marco de una investigación para la Universidad Nacional Abierta de Caracas. Su fallecimiento ocurrió el 1ro de noviembre de 1981 (el día de Todos los Santos) a causa de un derrame cerebral. Para entonces tenía 84 años de edad; cuatro años antes, en 1977, había afirmado a un periodista de El Nacional que el cielo “le había escogido” para ayudar a José Gregorio Hernández en su paso hacia la inmortalidad.
Concediendo la causa del accidente al infortunio, diversos testigos han alimentado por décadas al imaginario popular con intentos de explicar el porqué de la distracción de Hernández. Algunos afirman que el galeno, al tratar de recuperar el equilibrio, resbaló con la cáscara de alguna fruta arrojada poco antes al piso por un imprudente transeúnte y otros han aventurado que quizá estuviera mirando hacia algún lugar al haber reconocido a algún allegado. Nada de eso podrá comprobarse, pero lo que sí quedó documentado para la posteridad fueron las últimas palabras pronunciadas por el beato de Isnotú antes de golpearse fatalmente el cráneo; Ave María Purísima.
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