Jessica se sienta en un rincón de una tienda cerrada en la concurrida Sexta Avenida de la capital, cerca del Parque Central de Ciudad de Guatemala. Busca el alivio de la sombra en este caluroso día de enero. A su lado descansan sus hijos, Carolina, de 17 años, Daniel, de siete, y Laura, de cinco, mientras observan el vaivén de la gente al mediodía. Jessica tiene 36 años y ya es abuela de Valery, una niña de seis meses que Carolina carga medio dormida en una colcha, más para resguardarla del sol que para abrigarla. El esposo de Jessica, Jorge, anda sin parar entre un semáforo y el otro, dividido entre la voluntad de pedir una ayuda económica a las personas que cruzan la calle y la necesidad de cuidarse del sol.
Desde finales de diciembre, la familia de Jessica pasa sus días en la Sexta con carteles en los que se lee “Regáleme una moneda que le salga del corazón. Dios le bendiga” y la bandera venezolana dibujada. Por turnos se pasean por la calle enseñando el cartel, sin añadir demasiadas palabras. Hay personas que les dan algo, pero la mayoría simplemente los mira y los evita.
“Salimos de Machiques, en Venezuela, en 2017. Yo trabajaba en una zapatería y mi esposo era albañil, pero con ambos sueldos no alcanzábamos ni el 50% de los gastos mensuales”, cuenta Jessica con una mueca de tristeza. “Entonces nos fuimos para Cúcuta, en Colombia, y luego a Bogotá. Estuvimos allí seis años, pero ya no es posible conseguir un salario decente. Desde el 28 de octubre estamos viajando rumbo a Estados Unidos y nos paramos aquí en Guatemala porque ya no tenemos dinero para avanzar. Por eso pedimos a la gente que nos colaboren”, agrega.
Las esquinas de la Sexta se han vuelto en minúsculos hogares temporáneos para los venezolanos. A pocos metros de Jessica, Leidy, de 39 años, está sentada en un cartón con su hijo y su esposo, Enrique. Hace seis meses, salieron de Perú, donde vivieron un año. En su camiseta está escrito “Inhale y exhale”, pero Leidy sabe que nunca puede relajarse. “Quiero regresar a Barquisimeto, en Venezuela. El sueño americano para mí ya no existe”, lamenta. “Saliendo de Honduras, la policía guatemalteca nos robó los 1.100 dólares que teníamos para continuar el viaje. Ahora ya son dos meses que estamos en la calle”, recuerda.
A poca distancia está Fabiola. Ella también era una zapatera en Venezuela. Era. Todos estos migrantes hablan de lo que solían ser y de sus ocupaciones en pasado. Esa vida sobre la que construían su futuro ya no existe. “Quiero quedarme aquí en Guatemala si es posible, porque me han dicho que en México nos pueden secuestrar y ya hemos sufrido suficiente”, confía.
Bloqueados sin dinero
Fabiola, Jessica y Leidy comparten el mismo destino. Mujeres venezolanas varadas, con toda su familia, en Guatemala sin el dinero suficiente para seguir el viaje rumbo a Estados Unidos ni para dar media vuelta hacia el sur y regresarse a Venezuela u otros países de América Latina.
Venden chupetes, comida, bebidas, pero la mayoría mendiga quetzales en las esquinas. “Conseguimos alrededor de 100 quetzales (unos 11 euros) por día y no alcanza para comida, posada y el viaje. Un cuarto en un hotel ya sale 100 quetzales”, explica Jessica. “Nos faltan unos 1.500 dólares para llegar hasta Estados Unidos y hasta ahora hemos gastado 2.700 dólares. Entonces casi siempre dormimos en el Parque Central, pero tenemos miedo de que nos asalten”.
Más de 7,7 millones de venezolanos han huido de su país en los últimos años debido a la inestabilidad económica y política. La mayoría se ha refugiado en Colombia, Perú y Ecuador o Chile. Sin embargo, la pandemia y la crisis económica que han golpeado a estos países han impulsado un nuevo éxodo venezolano hacia Estados Unidos. Todos enfrentan la desgarradora selva del Darién, entre Colombia y Panamá, donde entre enero y noviembre del año pasado pasaron casi medio millón de migrantes, de los cuales el 65% eran venezolanos.
Jessica piensa que de todas maneras lo más difícil ya pasó, al haber sobrevivido al Tapón del Darién. “Caminamos tres días y tres noches en el barro, escalando pendientes resbaladizas. Contamos 14 cadáveres a lo largo de la ruta, casi todos niños que se ahogaron en los ríos”, recuerda la mujer. “Saliendo de ahí, fuimos a Honduras, donde pasamos un mes en la calle pidiendo limosna. Espero juntar el dinero suficiente para irnos de aquí y de ahí a Chicago”, suspira.
Con su entusiasmo, Jessica parece olvidar que Guatemala, así como México, juegan el papel de muro para los migrantes que viajan hacia Estados Unidos sin visado. Desde el 1 de enero hasta el 31 de octubre de 2023, Guatemala rechazó a 20.932 personas, de las cuales 71% eran venezolanos, el 7% haitianos y el 7% ecuatorianos. Cada día, la policía nacional guatemalteca detiene y expulsa decenas de migrantes, en su mayoría venezolanos, después una breve permanencia en Centro de Atención Migratoria para Extranjeros.
Terminar el viaje
Mientras Jessica y su familia buscan refugio en una esquina en el parque Central para pasar la noche, al otro extremo del centro histórico, July toca la puerta de la Casa del Migrante de Ciudad de Guatemala. Carga una mochila y un bulto en cada mano. Detrás de ella vienen 12 personas con bolsas de plástico y todas sus pertenencias. La edad promedio del grupo no supera los 25 años y el menor de ellos es un bebé de apenas cuatro meses. Lograron el dinero suficiente para continuar su travesía hacia México y planean dejar atrás Guatemala con las primeras luces del amanecer.
“Soy la guía del grupo. Salimos de Venezuela hace meses y vivimos y trabajamos en la calle. Lo único que me da esperanza es que en cuanto estemos en México podemos solicitar una visa para Estados Unidos y ojalá que en pocas semanas ya termine este viaje”, confía la mujer.
Desde enero de 2023, las personas migrantes en México deben descargar en el móvil la aplicación gratuita CBP One para programar una cita en uno de los puertos de entrada de la frontera sur de Estados Unidos y pedir refugio. Si, por un lado, la aplicación tiene como objetivo agilizar la planificación de las citas, quienes no tienen acceso a dispositivos móviles o internet se ven excluidos de la posibilidad de solicitar protección internacional. La lógica del funcionamiento de la aplicación ha generado numerosas reacciones en el mundo del activismo, al punto que Amnistía Internacional ha declarado que “el uso obligatorio de la aplicación para móviles CBP One cómo único medio de entrada en Estados Unidos para solicitar protección internacional es una clara violación del derecho internacional”.
Al igual que July, cientos de venezolanos llegan en pequeños grupos a Ciudad de Guatemala en la noche. Algunos piden refugio por una noche en la Casa del Migrante, dirigida por los misioneros scalabrinianos. Buscan una cama donde acostarse y olvidar el día. A menudo llegan con heridas en los pies, infecciones, deshidratación y necesitando el cuidado de la enfermería. Cuando llega el amanecer, se desvanecen como un sueño y continúan su travesía, llevando a los niños que pueden caminar a su lado, y a los más pequeños, envueltos en una chamarra atada a la espalda.
“El año pasado pasaron por aquí 32.000 personas y más del 90% eran venezolanos”, explica Gabriela Girón, pedagoga de la Casa del Migrante. “El 10% del flujo migratorio son niños que llegan con grandes ilusiones, pero también con tristeza. A pesar de su edad, son conscientes de la realidad y tienen mucho miedo de que los narcos puedan secuestrarlos o matarlos en México”, agrega.
Unos minutos antes de retirarse en el cuarto, Manuel, uno de los sobrinos de July, pide que una foto junto a sus hermanos. Dos días, el chico envía un mensaje: “Estamos en México, en Tapachula. Ya no tenemos dinero. Solo Dios sabe cuándo llegaremos a Estados Unidos”.
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