De los 660 millones de personas que viven en Latinoamérica, más de 60 millones pasan hambre. Otros 220 millones no sabe si va a comer mañana.
Tendrían que ser antónimos. América Latina y hambre son palabras que nunca deberían juntarse. América Latina produce comida: lleva 500 años dedicada a producir comida –y algunos minerales. En América Latina viven unos 660 millones de personas; según los últimos recuentos, más de 60 millones pasan hambre. Uno de cada diez latinoamericanos no come suficiente.
(Es fácil de decir: uno de cada diez latinoamericanos no come suficiente. Pruebe, estimado lector, a imaginar la situación: no comer suficiente. Irse a la cama con el estómago vacío; no saber si va a conseguir comida para mañana; sentir que su cuerpo se debilita porque le faltan los nutrientes necesarios; ver llorar a sus hijos y no tener qué darles. Pruebe, estimado lector, y después cómase una buena fruta o una verdura orgánica, que son tan saludables.)
“Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre –y al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos que el hambre verdadera”, escribió un autor casi contemporáneo. “Entre ese hambre repetida, cotidiana, repetida y cotidianamente saciada que vivimos, y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo de diferencias y desigualdades. El hambre ha sido, desde siempre, la razón de cambios sociales, progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada ha influido más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente. Todavía, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre.”
Hambre es un cuerpo comiéndose a sí mismo. Un cuerpo que se come porque no tiene nada que comer, alguien que se consume por falta de consumo, una persona que deja de serlo.
“Yo no pienso en el futuro. Lucho diariamente, estoy en el día a día. Lo hago por mi hijo, no lo puedo dejar morir”, dice José Luis, caraqueño de 50, analfabeto en un inmenso barrio de chabolas, el Petare. Hace mucho que no consigue empleo; para comer pide en la calle, rebusca en basureros. “A veces se consiguen cosas. La otra vez vimos una bolsa, la rompimos, y conseguimos un arroz y una pasta que estaban nuevos, los habían botado sólo porque tenía gorgojos. Me los llevé y en la casa los limpiamos, los calentamos y nos lo comimos”, dice, recordando esa vez en que sí tuvo suerte. Otras veces no tiene: “De vez en cuando me levanto y me acuesto sin haber comido”.
En América Latina, otros 220 millones de personas –una de cada tres– viven en “inseguridad alimentaria”, uno de esos conceptos que el idioma burocratés inventó para decir sin decir demasiado. Significa, en última instancia, que quien la sufre no está seguro de poder comer pero quizá sí pero quién sabe no y a ver: que no sabe si va a comer todos los días. Comer, para tantos millones, no es un placer ni un deber; es un problema.
Y así ha sido a lo largo de toda nuestra historia. Hubo, hace años, un momento, pero ese momento ya pasó. Fue hacia 2015: una década larga de aumento de los precios de las materias primas había conseguido reducir la pobreza y el hambre en América Latina a sus mínimos históricos. Parecía que la desgracia más persistente de la región por fin retrocedía, que empezaba una época nueva. La “inseguridad alimentaria grave” –personas que han pasado un día o más sin comer– bajó, en 2014, hasta los 47 millones, y se decía que seguiría bajando; en 2021 fueron 93 millones de personas, casi el doble.
La pandemia tuvo buena parte de la culpa: en una región donde la mitad de los trabajadores está en negro, donde la mayoría se busca la vida con trabajos de fortuna, donde tan pocos tienen resto, el cierre de las ciudades fue un desastre. Los trabajadores perdieron una de cada cinco horas laborables: redujeron sus entradas en un 20 por ciento mientras los precios subían y subían. Fue un desastre y lo sigue siendo, pero el retroceso había empezado años antes con la caída de los precios de las materias primas que exportamos. Y se complica ahora, con su aumento: los más pobres suelen sufrir las consecuencias de una cosa y su contraria. Si el maíz o el trigo suben en los mercados internacionales porque hay una guerra en el este de Europa o porque los especuladores globales lo deciden, sus precios suben también en los mercados locales de los mexicanos o peruanos o panameños que quieren comerlos –y ya no pueden. Un ejemplo: en Colombia, el precio de los alimentos subió en los últimos doce meses el 26 por ciento. O sea: millones de colombianos pueden comer un cuarto menos que el año pasado.
Lilian es paraguaya pero lleva casi veinte de sus 44 años en Buenos Aires. Lilian limpia casas de otros y maneja un comedor popular en una villa miseria, la 21-24, donde viven 45.000 personas. Lilian dice que la pandemia fue tremenda: “Cada vez venía más gente al comedor, nunca era suficiente. Estirábamos las raciones como podíamos para tener algunas más”. Pero ahora, dice, la situación no es mucho mejor: “Sin los comedores mucha gente en Argentina se moriría de hambre”, dice, y que está lleno de personas que se alimentan a base de mate y “reviro”, una masa de harina, agua, aceite y sal.
El hambre de fondo va más allá de pandemias y subas eventuales: es, como suele decirse, estructural. El problema decisivo está en cómo se reparten y se usan esos alimentos, la forma en que funciona su producción y su comercio: no para satisfacer las necesidades de la mayoría sino para que sus productores y distribuidores y especuladores ganen más dinero. Se suele decir que la causa del hambre es la pobreza; en realidad, su causa principal es la riqueza –de unos pocos.
Es la concentración de la riqueza alimentaria que muestra con modestia el famoso Dilema de la Vaca. El Dilema es, por supuesto, una simplificación –muy ilustrativa. En síntesis: si un agricultor cosecha diez kilos de cereal se enfrenta a un dilema: puede venderle un kilo cada una a diez familias, y que cada familia se lo coma y satisfaga su apetito. O puede venderle –más fácil y más caro– los diez kilos a un ganadero para que se los coma su vaca, que los transformará en un kilo de carne que el ganadero podrá vender a una o dos familias por mucho más dinero. Así, ese cereal que tantos necesitaban se transforma en carne que pocos pueden pagar; así se priva a quienes lo precisan de un alimento que se usa para proveer a los mercados ricos; así se concentra la riqueza alimentaria.
“Aquí sufrimos mucho, no hay trabajo y de comer bien no tenemos, de desayuno me como tortilla con sal, salsita si se puede, y si hay dinero vamos por huevito, que es lo típico que hay aquí y así, dos comidas nada más”, dice Raúl, 28, mexicano de un pueblo de Oaxaca. El pueblo se llama San Simón: tiene cinco mil habitantes, once iglesias y ninguna carnicería.
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