Reprimidos con fusiles, metralletas e incluso obuses de mortero, los manifestantes heridos disponen de pocas opciones: los hospitales públicos están paralizados por las huelgas contrarias al golpe, los privados son muy caros y los militares están controlados por aquellos contra quienes protestan.
AFP
Desde el golpe de Estado del 1 de febrero que derrocó a la líder civil Aung Saan Suu Kyi, los grupos locales de defensa de los derechos humanos cuantifican en más de 800 las personas fallecidas y miles las heridas por las fuerzas de seguridad.
Entre ellos, Maung Win Myo, un modesto conductor de bicitaxi en Rangún que lleva sin trabajar desde marzo al ser herido de bala en la pierna en una protesta.
“No consigo dormir bien por la noche”, dijo el joven de 24 años a la AFP, gesticulando en un colchón tirado en el suelo del estudio que comparte con su mujer y sus dos hijos.
La herida en la pierna requiere de una operación costosa, casi 1.000 dólares en el hospital privado adonde preguntó para tratarse. Él, que alimenta a su familia gracias a la solidaridad de sus vecinos, no dispone de ese dinero.
“No nos atrevemos a ir a un hospital militar, es por eso que hemos ido a un hospital privado aunque no tenemos dinero”, declaró a la AFP la esposa de Maung Win Myo.
“No sé cómo sobrevivir”
Normalmente reservados al ejército, los hospitales militares abrieron al público debido al alto seguimiento del movimiento de desobediencia civil en los hospital públicos, completamente paralizados en su mayoría.
Pero como Maung, algunos heridos desisten de acudir a tratarse gratuitamente, temerosos de que sus heridas puedan ser usadas como prueba de su implicación en el movimiento de protesta.
“Tienen miedo a ser detenidos”, declaró a la AFP Marjan Besuijen, líder de la misión de Médicos Sin Fronteras en Birmania.
Un informe publicado por esta oenegé el mes pasado acusaba a la junta de desplegar operaciones contra las organizaciones que “proporcionen primeros cuidados a manifestantes heridos”, así como “de destruir sus instalaciones”.
La huelga en la administración pública y otros sectores como el financiero ponen al borde del abismo la economía del país.
Retirar efectivo en un cajero automático requiere horas de cola, a veces en vano, y solo para conseguir un máximo de 120 dólares a la semana.
El marido de Ngwe Nu Nu recibió un balazo en el ojo a finales de abril, cuando iba a trabajar a Myingyan, una ciudad en el centro del país, 200 km al norte de la capital Naipyidó.
Principal sustento familiar, falleció en el hospital de Mandalay días más tarde.
“Hice todo lo que pude para salvarle la vida”, dijo a la AFP. “Ahora no sé cómo sobrevivir sin él”, añadió.
En el quinto mes de gobierno golpista, el abastecimiento de medicinas es más dificultoso y los puestos aduaneros funcionan al ralentí.
Desde hace un mes “tenemos dificultades para conseguir material para las operaciones” porque las reservas se agotaron, explica a la AFP un médico de Mandalay.
“Si esto dura, habrá un mayor impacto en los pacientes”, declaró bajo anonimato.
“Hasta el fin de la batalla”
May Win, de 50 años y con tres hijos, tampoco puede trabajar desde que una bala le atravesó la mano hace dos meses durante una manifestación antijunta en Mandalay.
Encontró un médico que quiso operar su pulgar roto pero, luego de más de un mes, la herida no se curó del todo.
“Antes iba a trabajar en moto, pero ahora no podré”, comentó a la AFP.
Eso sí, una vez se recupere del todo, está determinada a seguir manifestándose.
“Debemos luchar por las próximas generaciones y por nuestro país hasta el fin de la batalla”, proclamó.
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