De acuerdo con el curso normal de las cosas, se supone que en las democracias los jefes militares deben mantener un bajo perfil. El general Mark Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos (el mayor oficial militar del país y asesor del presidente) no ha tenido semejante suerte. El 6 de enero, cuando el Capitolio estadounidense fue saqueado por los partidarios del presidente Donald Trump, recibió desesperados mensajes de texto de al menos un legislador asediado, pidiendo ayuda. El 8 de enero, tras el restablecimiento del orden en el Capitolio, recibió otra llamada telefónica poco agradable, esa vez de Nancy Pelosi, la dirigente de los demócratas en la Cámara de Representantes.
«He hablado con… Milley para comentar las precauciones existentes encaminadas a evitar que un presidente inestable inicie hostilidades militares o acceda a los códigos de lanzamiento y ordene un ataque nuclear», escribió. «La situación de este presidente desquiciado no puede ser más peligrosa». En realidad, hay pocas precauciones de ese tipo. Según Jon Wolfsthal, un antiguo alto funcionario especializado en control de armas y miembro de Global Zero, un grupo en favor de la eliminación de las armas nucleares, «la triste realidad es que el sistema estadounidense está establecido para garantizar que el presidente pueda ordenar un ataque nuclear cuando lo considere oportuno. No existen medios legales para evitar que lo haga, salvo destituirlo de su cargo o confiar en que los militares que están por debajo de él se resistan».
Lo previsto es que Trump permanezca en el cargo hasta la toma de posesión del presidente electo Joe Biden el 20 de enero. El proceso de destitución con el que amenazan los demócratas tras su incitación a asaltar el Capitolio no cuenta con muchas probabilidades de prosperar. Tampoco es probable que Mike Pence y la mayoría de su gabinete recurran a la 25ª Enmienda para destituirlo. En vez de eso, los funcionarios del gobierno han comenzado a considerar el modo de evitar que haga más daño a la República, lo cual no es una tarea fácil en un sistema de gobierno que confiere un inmenso poder a los presidentes.
Encontramos un ejemplo de ello el 6 de enero, cuando Christopher Miller, secretario de defensa en funciones, explicó el modo en que había llegado a la decisión de desplegar la guardia nacional de Washington (DC) en el Capitolio. Miller dijo que, junto con el general Milley, había hablado con los dirigentes de ambas cámaras del Congreso y con el vicepresidente Mike Pence. Pence no está en la cadena de mando formal de Estados Unidos. No se hizo ninguna mención a Trump, el comandante en jefe; si bien el Pentágono dijo más tarde que ambos hombres habían hablado a principios de la semana.
¿Se ha roto la cadena? «Me resulta difícil encontrar un ejemplo histórico equivalente en el que el presidente no haya estado en el circuito de la toma de decisiones sobre algo así», dice Carrie Lee, profesora de la Escuela Superior de Guerra Aérea de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, «salvo quizás el 11-S, cuando [George W.] Bush estaba en el Air Force One y en contacto limitado».
Al principio, el Departamento de Defensa se mostró comprensiblemente interesado en mantener a la guardia nacional (en esencia, reservistas militares) al margen de los alborotos del Capitolio. Su despliegue contra las protestas antirracistas del verano pasado, que incluyó el vuelo bajo de un helicóptero sobre los manifestantes, provocó una gran indignación y una investigación interna. Sin embargo, cuando a lo largo del día la situación empeoró, la mal preparada policía del Capitolio pidió ayuda a la policía local de Washington, que a su vez la solicitó a los guardias.
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