Antes de que amaneciera aquel 6 de agosto, las sirenas antiaéreas sonaron de noche y la familia de Keiko Ogura, que había cumplido ocho años dos días antes, tuvo que esconderse en un refugio. Desde arriba, lejano en la oscuridad del cielo, llegaba el ronroneo de las hélices de los aviones americanos comprobando que no había nubes sobre Hiroshima. Al levantarse, el padre de Keiko le dijo que tenía un mal presentimiento: «Algo no va bien. Hoy no deberías ir al colegio».
A las ocho y cuarto de la mañana, una luz cegadora brilló en el cielo y, tras un instante detenido en el tiempo, retumbó una explosión como jamás había oído. «Salí volando, me estrellé en el suelo y quedé inconsciente. Cuando me desperté, estaba conmocionada en medio de ruinas y llamas. Todo estaba oscuro y en silencio. Me arrastré y oí llorar a mi hermano pequeño. Mi casa estaba seriamente dañada y había volado el tejado. Cientos de trozos de cristal se habían clavado en la pared. Mi padre, que se hallaba tras un pino, se había salvado milagrosamente», recuerda Keiko, que estaba a dos kilómetros y medio del centro de Hiroshima, donde cayó la bomba.
En una videconferencia organizada por el Centro de Prensa Extranjera de Japón (FPCJ), esta superviviente rememora la peor experiencia que le puede ocurrir a una persona: ser víctima de una bomba nuclear, el arma más destructiva creada por el hombre. Una experiencia que la marcó de por vida junto a su familia. «Mi hermano mayor, que estaba trabajando en un campo de patatas, vio un bombardero B-29 acercándose. Se percató de un pequeño punto negro que caía del avión: la bomba atómica. Aunque se dio la vuelta al ver el resplandor de la explosión, sufrió quemaduras en la cara y contempló el hongo radiactivo en el cielo y la ciudad ardiendo», relata Keiko con la fragilidad del idioma nipón.
«Hiroshima había quedado destruida y los heridos iban en todas direcciones. Camino de un santuario para recibir ayuda, se agolpaban ante mi casa. Tenían la piel quemada, que se les caía a tiras, y no decían nada, solo gemían de dolor pidiendo agua. Cuando se la di, dos personas, tan pronto como se la bebieron, cayeron muertas delante de mí. Me sentí tan culpable que los remordimientos me persiguieron durante años», se lamenta. Al igual que otros «hibakusha», como se conoce a los supervivientes en japonés, arrastró «el sentimiento de culpa por no haber perecido y no haber podido ayudar más».
En los días siguientes, de una ciudad desaparecida por completo, solo se veían las columnas de humo de las piras incinerando cadáveres. «En un parque cercano, donde mi padre estaba ayudando, quemaron a 700», desgrana antes de narrar el hambre que sufrió. «Aprendí inglés porque le gritábamos a los soldados americanos «Give me chocolate! Give me gum! (¡Dadme chocolate, dadme chicles!)»», señala Keiko, quien en 1984 fundó la organización Intérpretes de Hiroshima por la Paz para transmitir a los periodistas y visitantes extranjeros los testimonios de otros supervivientes como ella.
A pesar del estigma que perseguía a los «hibakusha», «de quienes se sospechaba que éramos infértiles o tendríamos hijos con problemas», se casó en 1962 con Kaoru Ogura, director del Museo de la Paz de Hiroshima. Hasta su muerte en 1979, ambos difundieron la tragedia para que no se vuelva a repetir. «Los supervivientes nos preguntamos cómo es posible que siga habiendo armas nucleares. ¿Por qué no pueden ser eliminadas durante nuestra vida?», se cuestiona la mujer, que acaba de cumplir 83 años, edad media de los «hibakusha». Consciente de que se acerca al final, aboga por «seguir contando lo que he visto a las siguientes generaciones para que no suceda lo mismo».
Para recordar la catástrofe y honrar a las víctimas, cada año se celebra un homenaje multitudinario en el Parque de la Paz de ambas ciudades, pero el coronavirus ha obligado a reducir las efemérides. «La pandemia me hace recordar el miedo a la radiación tras la bomba. El coronavirus es otro enemigo invisible que provoca una muerte repentina y contra el que no tenemos cura, como la radiación. Gente sin quemaduras ni heridas caía muerta», compara Keiko Ogura la catástrofe que azota al mundo. Para superarla, recomienda «trabajar, luchar y aprender juntos».
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