Nicolás Maduro no ha podido sepultar a la oposición venezolana ni esta lo ha podido sacar del poder. Alguien ha denominado a esta situación como un empate catastrófico. Y cuando una situación así se da, se impone la negociación. Este círculo vicioso, que ya lleva años (desde 2014, al menos), es lo que explica que siempre, invariablemente, Maduro y sus adversarios se terminan sentando a conversar en busca de algún tipo de arreglo político. La diferencia en esta oportunidad consiste en que por primera vez Maduro parece tener incentivos (o presiones) reales para honrar un acuerdo. Eso sí, a su manera.
Por Pedro Benítez – ALnavío
En el ya lejano año de 1998 el entonces excomandante golpista Hugo Chávez se presentó a las elecciones presidenciales de Venezuela como el candidato outsider condenando el Pacto de Punto Fijo. Un acuerdo que los líderes de los principales partidos políticos venezolanos suscribieron en octubre de 1958, pocos meses después de la caída de la última dictadura militar, a fin de acordar reglas que ordenaran la competencia política civilizada.
Ese acuerdo fue un factor fundamental que contribuyó al periodo más largo de paz, estabilidad y democracia que Venezuela haya tenido nunca en su historia.
Sin embargo, las recurrentes crisis económicas que golpearon al país en la última etapa de esos años fueron desprestigiando al sistema, y al puntofijismo se le fue asociando con el reparto clientelar y corrupto del poder político. En ese relato se montó Chávez. Con ese discurso ganó y mandó durante sus 13 años de poder.
Él era el representante del pueblo (en alguna oportunidad dijo que él era el pueblo) enfrentado a la oligarquía apátrida y a la partidocracia corrupta entregada al imperialismo, etc. Ese clásico discurso populista de los buenos contra los malos, donde no hay adversarios a los que derrotar, sino enemigos a los que sepultar, ha dejado una poderosa impronta en el chavismo. Y también en la oposición.
Esto es lo que explica la actitud de los herederos del excomandante-presidente de ver la política como una guerra permanente, siempre en busca de un enemigo. Sean los empresarios privados (la burguesía parasitaria), sean los Estados Unidos (el imperio), sean los opositores políticos a los que no se les da ni agua.
Sin el carisma ni los abundantes petrodólares de su antecesor, habiendo heredado un país en proceso de quiebra, Nicolás Maduro a lo largo de estos ocho años de poder absoluto mantuvo, y profundizó, esa política. Los resultados están a la vista.
Pero como la devastación humana que Venezuela ha padecido tiene consecuencias, Maduro se ha visto obligado a ir haciendo lo que el chavismo juró que nunca haría. De dos años a esta parte (en esto las sanciones comerciales y financieras de Estados Unidos han tenido su efecto) ha desmontado el control de cambio, de facto el control de precios, liberalizado las importaciones y admitido la dolarización parcial de la economía. De paso, ya se sabe que en las altas esferas del régimen se considera seriamente (si es que ya no se tomó la decisión) privatizar el monopolio estatal de petróleo.
Mientras que sus representantes se reúnen con los empresarios a los que hasta hace dos años acusaban de hacer “la guerra económica”, desde el Partido Comunista de Venezuela lo acusan de traicionar a la revolución.
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