¿Cómo es posible que la pensión de un jubilado sea de un dólar al mes? ¿Cómo es posible que un kilo de harina valga lo mismo que una pensión? ¿Cómo es posible que un menú en McDonald’s valga 20 veces el salario mínimo? ¿En qué país se puede sobrevivir así? En Venezuela.
CARLOS SALAS / LA INFORMACIÓN
Ese país latinoamericano se ha convertido en la paradoja de los economistas y el infierno de los ciudadanos, especialmente los jubilados. Cada 15 días, los pensionistas hacen cola en las oficinas del Banco Bicentenario, del Estado, para recibir sus pagas.
A finales de noviembre, pocos días antes del asalto al Parlamento, el régimen triplicó la pensión: de 400.000 bolívares (cuarenta céntimos de dólar) a 1,2 millones (algo más de un dólar, dependiendo del cambio del día). Con esa cantidad se puede comprar un kilo de harina o un kilo de cebollas en un mercado popular.
Para sobrevivir, los pensionistas tienen que seguir trabajando: de camareros, de recaderos, de taxistas, de jardineros… En la sucursal de la cadena de cafeterías Paramo, situada en la avenida Universidad de Caracas, a pocos metros de la Asamblea Nacional, un jubilado de 68 años comentaba que la pensión no le daba “ni para comprar un kilo de harina Pan”, la harina de maíz más popular del país, que se usa para hacer arepas. Un café en ese sitio cuesta más de 1,2 millones de bolívares, es decir, su pensión mensual.
El mismo día de las elecciones, el 6 de diciembre pasado, los pensionistas recibieron en sus móviles un sms diciendo que el gobierno les daba un bono llamado “Guerra Económica” por valor de 2,1 millones de bolívares (unos dos dólares).
“Y a los que fueron a votar, les prometieron un pernil (jamón deshuesado)”, decía un pensionista del estado recordando la promesa de Maduro de llevar seis millones de perniles y juguetes a los hogares más pobres en esta Navidad.
El año pasado el dictador hizo la misma promesa y no llegaron los perniles a todos. Este año, algunos llegaron descompuestos como denunciaron muchas familias en los valles del Tuy.
En agosto de 2012, Hugo Chávez inauguró la red de Abastos Bicentenario, producto de la expropiación de dos cadenas privadas, Éxito y Cada.
En 2019, la red tuvo que cerrar porque las estanterías estaban vacías: la política estatal de precios fijos obligaba a los empresarios a vender productos con pérdidas y al final no les compensaba fabricar para esa cadena.
En abril de 2016, el régimen de Nicolás Maduro comenzó a repartir cajas de comida (bolsas CLAP) entre los más desfavorecidos. Contenían leche, azúcar, pasta y productos básicos, y según el gobierno era una “nueva forma de organización popular encargada, junto al Ministerio de Alimentación, de la distribución casa por casa de los productos regulados de primera necesidad”. Hoy apenas llegan esas bolsas de comida a los más pobres.
Los precios de los combustibles son otra muestra más de la arbitrariedad del estado. Un litro de gasolina subvencionada vale 0,005 céntimos de dólar (5.000 bolívares o 0,004 euros), mucho menos que un botellín de agua. Con lo que cuesta llenar un tanque de 50 litros completo de gasolina súper en España, unos 67 euros, un venezolano podría comprar hasta 16.000 litros de gasolina subvencionada. Suponiendo que tuviera que llenar el tanque cada dos semanas, tendría combustible para trece años. Lo que muchos no saben es que esos precios se comenzaron a aplicar en junio de 2020. Hasta entonces, el litro de gasolina era tan barato, que con lo que se llenaba un tanque en España, en Venezuela se podían llenar tanques para cien años.
Las colas de coches ante las gasolineras subvencionadas se extienden por varias manzanas en todas las ciudades de Venezuela. “El tiempo que más he estado esperando ha sido una semana”, dice Johnny Vega, un taxista manco que maneja un vehículo con cambio de marchas y al mismo tiempo chatea con su móvil. “En aquella ocasión nos turnamos mi papá, mi primo y yo”.
Pero existe otro precio para la gasolina. Se llama gasolina “internacional” y cada litro vale medio dólar. Los venezolanos que tienen poder adquisitivo acuden a llenarla en estas gasolineras públicas gestionadas en su mayoría por empresarios privados. Tienen que hacer cola de una o dos horas, mucho menos tiempo que las colas de la gasolina subvencionada. En realidad pagan gasolina y compran tiempo.
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