Freddy Paz, un venezolano de 33 años que suele vender golosinas en las calles de Maracaibo, en el occidente del país, salió a pedalear la mañana de este martes con un encargo especial que le hizo una cliente: hallar dos niños para entregarles bolsitas repletas de sus productos.
Por Gustavo Ocando Alex– VOA
Se moviliza desde su sitio habitual en el norte hasta llegar, 10 minutos después, a un edificio abandonado del centro de la ciudad. Bajo unas escaleras sin baranda, descalzos y sobre un piso de arena oscura, esperan Yoimary y “Scooby”.
Sus familiares apodan así al más pequeño por su color de pelo. Naturalmente negro, lo luce con trazos teñidos de dorado. La mayor, de raza wayuu, no supera los cuatro años. Visten franelas de tallas adultas, que les sientan como camisones hasta los tobillos. Sonríen, mientras Freddy abre sus paquetes.
La transparencia de las bolsas de sus regalos permite ver que incluyen todo tipo de chucherías: dos chupetas con sabor a fresa, al menos cinco galletas con chispas, rellenas y cubiertas de chocolate, y bocadillos de platanitos salados.
El joven, licenciado hace una década como ingeniero petroquímico en la Universidad Experimental de las Fuerzas Armadas, se dedica hoy a lo que califica como “delivery humanitario”. Los clientes le pagan por sus golosinas para que salga a repartirlas a niños pobres como “Scooby”.
Comenzó a brindar esos servicios hace siete meses, aunque trabaja como vendedor de bocadillos y productos químicos en la calle marabina desde 2019. Solo el Día del Niño, en julio pasado, entregó 40 “combitos”, explicó.
“Vi mucha pobreza en la calle. Muchos ancianos pidiendo. Una ancianita me decía que no tenía para comer, que le diera algo. Esto no puede ser así. Desde ahí comenzó esta dinámica, empecé a repartir las golosinas”, dijo a la Voz de América.
“Scooby” no pierde tiempo. Abre el paquete de unas galletas rellenas de crema blanca y separa sus dos caras para lamerla. Se le cae al piso, sobre la arena. La recoge y, sin más, la come. Giovanny, su tío, un hombre de barba profusa y sonrisa amplia, ríe cerca, cortando con un cuchillo una decena de tomates que luego empuja hasta un sartén negro que reposa en el piso, entre moscas.
“Hermano, como puedes ver, brincan de felicidad. Hasta yo, al verlos así, también estoy contento”, afirma, mientras la frase se le ahoga en la garganta.
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