A Majad Hamdan se le desbloquearon de golpe los recuerdos y las imágenes de lo que vivió hace 14 años en su Siria natal. Informático con doble nacionalidad, a sus 34 años es el presidente de la Asociación Siria en España y este jueves viajó hasta su país para acompañar al ministro Albares en la visita a la cárcel de Sednaya, el símbolo de la crudeza del régimen de Bashar Asad, el matadero humano donde perecieron en torno a 30.000 personas y miles más fueron torturadas.
Cinco semanas después de la caída del régimen, en la cárcel aún está impregnado el hedor de años de encierro en condiciones infrahumanas. Desde el centro de Damasco, a Sednaya se llega en media hora. Se pasa por todo tipo de paisaje arquitectónico sirio, desde las casas hacinadas construidas en colinas hasta impresionantes villas cerca de la prisión, donde también hay un colegio con nombre en inglés. El camino es una sucesión de azoteas cuajadas de placas solares, pues la crisis en la que estaba inmerso el país se tradujo, entre otras cosas, en tener electricidad tan sólo una hora por la mañana y otra por las noches.
Un Jeep quemado y un carro de combate soviético oxidado dan la bienvenida a la entrada de la prisión. Unos metros más allá, el muro de la puerta principal está recién pintado con los colores de la bandera siria y las tres estrellas que representan la nueva era. Una más que la enseña de Asad. Además de consignas árabes en letras rojas, en la franja verde alguien ha escrito en inglés «free Syria«. Es la única luz antes de adentrarse en uno de los puntos más oscuros del país y del régimen.
Todo el perímetro está amurallado y con concertinas. Además, la parte que separa los muros de la prisión está minada, para impedir cualquier tipo de huída de los presos, si alguna vez lo consiguieron. Tras subir una empinada cuesta, se llega a la puerta principal, donde paraban los camiones que traían a los presos, todos con los ojos tapados. Sin embargo, a veces, antes de ingresar en la prisión podían entrever por debajo de las vendas lo que tenían delante.
Y Majad no lo recordaba, pero cuando el pasado viernes llegó a Sednaya, su cerebro regresó al día en el que hace 14 años le llevaron preso desde su ciudad natal hasta esa prisión. «Yo pasé sólo un día, hasta hoy no sabía dónde, pero en cuanto he visto la puerta, lo he recordado», explica a EL MUNDO emocionado y con dolor palpable en sus ojos.
Esa puerta la cruzaban en el vehículo, que daba a un patio. El coche se paraba a la altura exacta para que los presos entraran directamente en una enorme sala donde tenía lugar el recibimiento y se decidía su futuro. Se trata de una habitación de más de 200 metros cuadrados cuyas paredes están provistas de rejas, una suerte de burladero donde colocaban a los presos. Uno a uno, les llamaban al centro para identificarlos y darles la primera paliza.
«Me están viniendo todos los recuerdos de golpe», confesaba Majad. «La historia es muy complicada, recuerdo la tortura, cómo nos metían en una rueda de un coche y empezaron a jugar con ella», describe. «Teníamos los ojos vendados. Si veías a alguno de ellos, te mataban«, cuenta. Es por ello que aprendió que si se le caía la venta tenía que taparse los ojos: «Si te quitas la venda, te quitan la vida», explica.
Ese primer hall tiene ahora signos en el suelo de agujeros que hicieron tras la caída de Asad en busca de personas. No encontraron ahí sótanos ocultos. En otro punto, descubrieron 40 cadáveres conservados en sal.
El hall principal está conectado con la estructura hexagonal, en cuyo centro hay una escalera que conectaba a los vigilantes a pie entre los tres pisos de esa zona de la cárcel. En el lado de los presos, hay unas piernas ortopédicas apiladas, restos de comida, papeles tirados con sellos oficiales y muchas botellas de plástico. En las paredes, puertas que dan a celdas, muchas con la pared agujereada. En una de ellas hay descubierta otra celda. No cuenta con ventilación, y la altura no levanta más de medio metro. Las paredes son negras, y en blanco hay una inscripción en árabe.
Esa construcción parece ser uno de los puntos desde donde se distribuye el corazón visible de la cárcel. De los lados parten largos pasillos con celdas. Tienen pocos metros cuadrados y en cada una vivían 30 personas, cuando estaban pensadas para diez. La única ventilación que tenían es un agujero en la parte superior de las puertas de 50 centímetros cuadrados. Al fondo, una letrina con puerta. Pero lo más llamativo en todo el recorrido por la cárcel está en el suelo.
En todos los lugares destinados a la reclusión más extrema hay kilos de ropa apilada. Miles de pantalones, camisetas, mantas gruesas, zapatillas desparejadas y calcetines se entremezclan en el suelo. Sin calefacción, aire acondicionado, colchones o muebles, los presos utilizaban su propia ropa como aislante del suelo. El estado de esas prendas, cinco semanas después, da cuenta de la falta de salubridad de Sednaya.
Una suerte de mazmorras están en el sótano. Se llega flanqueando una puerta antaño blindada y bajando unas escaleras. Las arañas han hecho en esa planta sin luz un paraíso de telarañas de metros. Es un espacio rectangular, grande y totalmente a oscuras. El suelo del centro está cubierto de una capa de algo espeso, pegajoso y marrón. En los laterales, puertas blancas que no tienen ni el pequeño hueco de las de la planta de arriba dan lugar a lo que parecen celdas individuales, de castigo.
Majad no llegó a pisar esos lugares porque le trasladaron a la cárcel de Jatib. Pero lo que contaba parece el día a día en cualquier prisión asadista. «No sé por qué me detuvieron. No se llevaban sólo a los que protestaban», cuenta. Recuerda que su zona, Zabadani, es histórica por la resistencia al dictador, y que ahí «si le caías mal a un soldado, te llevaban». Pasó meses entrando y saliendo, sufriendo torturas. «La última vez que me metieron en la cárcel, los soldados me llamaron para limpiar una zona de fuera. Me marée; había un palmo de sangre», recordaba. «Me tocó limpiar y poner la sangre de gente asesinada en bolsas».
La libertad de esa última vez le convenció de la necesidad de huir. También, el hecho de que Asad fuera capaz de la crueldad máxima: «Al lado de mi ciudad hay una zona rebelde que se llama Madaya«. Se refiere a una ciudad a 25 kilómetros de Damasco, situada a 1.400 metros sobre el nivel del mar. «No dejaban entrar comida ni agua. La gente se moría de hambre. Mi primo murió en su casa de hambre».
Se escapó hasta la frontera del Líbano con lo puesto. Aunque sólo tenía que recorrer cinco kilómetros y era joven, la debilidad provocada por las torturas y la necesidad de esconderse del ejército hicieron que tardara cinco días en salir del país, cruzar al Líbano y solicitar asilo a España.
Los cascos blancos, guardianes de la memoria
La organización de los Cascos Blancos lleva desde la caída de Asad en contacto con el nuevo gobierno de transición para organizar y recabar pruebas que puedan servir para futuras denuncias contra las autoridades del régimen anterior. Su jefe de programas, Ahmed Ekzay, asegura a EL MUNDO en la puerta de la prisión que ellos se desplazan a «cualquier misión internacional» en coordinación con el gobierno que se lo solicita. Y que, en estos momentos, mantienen conversaciones con el Ministerio de Asuntos Exteriores sirio y están «analizando, no solo las pruebas de Sednaya, también de otras cárceles para probar los crímenes que se cometieron».
«No hay comparación entre el régimen de Asad y ahora. No podemos clasificar el régimen de Asad como un gobierno porque no cumplían los mínimos. Ellos no eran humanos, para ser sinceros; miren la cárcel», sentencia. «Ahora tienen mucho que hacer, porque está todo colapsado, pero se quieren preocupar tanto por las minorías como por las mayorías», cuenta. A los pies de la cárcel, fueron ellos quienes trataron de documentar lo que pasaba en el país y quienes ahora muestran a los extranjeros la barbarie que cometía el dictador.
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