Ana Sánchez* mueve a paleta una espesa mezcla en el interior de una enorme olla. El hervor del kachiri sobre un fogón de leña se junta con la humedad de una mañana calurosa que asfixia y empegosta la piel en la Gran Sabana, en el extremo sur de Venezuela, muy cerca de Brasil. El sol resplandece y el cielo está totalmente despejado.
Por Ana Ramírez Cabello / correodelcaroni.com
La mujer de 66 años tiene un conuco en una falda maciza de tierra que cae al río Kukenán, el cuerpo de agua a partir del cual nace el Caroní, el segundo río más importante de Venezuela. La sinuosa curva hídrica se ve desde la altura de un risco de más de dos metros. Está a una escalinata rudimentaria de distancia. En ese claro de tierra, sembró yuca para el consumo familiar. Alrededor queda aún el rastro de decenas de árboles talados, como es usual en la preparación del conuco.
Desde hace un par de años no va a la mina de la que han subsistido en el último trienio cuando el turismo desapareció del Parque Nacional Canaima, pero sus cabellos largos y grisáceos tienen una huella imborrable, un registro histórico de un metal insidioso y letal: el mercurio, una de las 10 sustancias químicas de mayor preocupación en el mundo, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS).
El hallazgo en el cabello de la indígena pemón se desprende de un estudio iniciado en 2020 por la oenegé SOS Orinoco, como parte de un proyecto periodístico de Correo del Caroní, en el que se determinó que 35% de los indígenas muestreados para la investigación tienen concentraciones de mercurio superiores al límite admisible establecido por la OMS. Este es el primer estudio de este tipo que se realiza en la Gran Sabana, en el sector oriental del Parque Nacional Canaima, uno de los rincones más biodiversos de la Tierra y Patrimonio Mundial, declarado por la Unesco.
Todos en algún momento hemos estado expuestos al mercurio. El metal está presente de forma natural en el ambiente, en la corteza terrestre, en las rocas y los suelos, pero su uso en actividades como la minería agrava la exposición y las consecuencias en la salud. En los últimos 20 años se ha casi duplicado la extensión de la actividad minera en la Amazonía venezolana, de acuerdo con Provita. Creció alrededor de municipios mineros históricos como Sifontes, pero se amplió también a áreas naturales protegidas como el Parque Nacional Canaima en el municipio Gran Sabana, en donde hasta el primer trimestre de 2020 se contabilizaban 1.033 hectáreas intervenidas por actividades mineras ilegales, que varían en extensión y en la forma en la que se explota el oro. Hasta estos paisajes idílicos, coronados por el Salto Ángel y los enigmáticos tepuyes, llega el mercurio.
Su liberación aumenta en procesos de deforestación e incendios forestales. Cientos de años a.C., antes de conocerse su toxicidad, tuvo amplios usos médicos. El médico y alquimista Paracelso lo usó para tratar la sífilis en pomada, en mezclas con agua y en cámaras de vapor, hasta 1943. Daniel Gabriel Fahrenheit se valió del mercurio para crear en 1714 el primer termómetro a base de mercurio. Ha estado y está presente en la industria cosmética, medicinas, fungicidas, instrumentos de laboratorios, aplicaciones químicas, pinturas, en lámparas fluorescentes e, incluso, en las amalgamas dentales. En cualquiera de sus formas, es dañino para la salud.
En la minería su uso sigue siendo constante. Cuando los mineros buscan pepitas de oro en las minas de aluvión o extraen material rocoso de los túneles bajo el subsuelo, el mercurio es la pócima preferida para juntar en una sola pieza la piedra preciosa. Pero su alta volatilidad y biotransformación vuelven tóxico al vistoso metal, líquido en temperatura ambiente, plateado, de fácil movilidad y dispersión.
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