Noches en vela, ejecuciones aleatorias y trapicheos para encontrar efectivo. Residentes en la capital afgana narran la semana en la que el mundo les dejó solos
Juan Carlos Quintero | Patricia Gonzalves | El País
“La noche del lunes nadie durmió en Kabul”. Los talibanes celebraron la retirada de los últimos soldados estadounidenses, el pasado 30 de agosto, con una orgía de balazos. “De la una a las seis de la mañana estuvieron disparando sin parar, balas, cohetes… Una locura”, dice Sayed H., ingeniero biomédico, que pasó la noche en vela consolando a sus tres hijos pequeños. “No entendían nada, lo que está pasando se escapa a toda lógica”, cuenta por teléfono. El viernes los tiroteos celebratorios se repitieron cuando se anunció que Abdulghani Baradar, cofundador de los talibanes, se perfilaba para dirigir el nuevo equipo de Gobierno. “Mis hijos están llorando otra vez”, escribió Sayed ese día por WhatsApp, enviando vídeos desde su azotea en los que las tracas rompen la noche, bolas de fuego anaranjadas cruzando los tejados. “Ha sido una semana muy dura. Solo quiero mantener con vida a mi familia. No pienso más allá. Ya no hay futuro”, se lamenta.
La salida de Estados Unidos del país puso fin el lunes a 20 años de presencia extranjera en Afganistán, y cerró la exigua oportunidad de salir en avión de Kabul. Muchos afganos miran ahora a la frontera de Pakistán, a pesar de que el país vecino ya ha cerrado la puerta al éxodo. En la calle se habla de que por unos cientos de dólares se puede conseguir ayuda para llegar a Jalalabad, a medio camino entre Kabul y Peshawar, ya en el país vecino. El problema añadido a los controles talibanes es que casi nadie tiene efectivo. La mayoría de los bancos llevan semanas cerrados, las colas en los pocos que están abiertos son kilométricas y muchos asalariados llevan un par de meses sin cobrar sus cheques.
A pesar de todo, la vida sigue en Kabul a trompicones, coexistiendo con el miedo y la confusión. Hay tiendas y talleres abiertos, gente por la calle, tráfico, “pero el silencio se escucha incluso desde dentro de casa”, dice Zainab S., filóloga de 25 años, que lleva dos semanas encerrada, en contacto con el exterior gracias al wifi, “cuando no se corta la electricidad, algo que antes también pasaba a menudo”.
Subida de precios
Los precios de los productos de primera necesidad son cada vez más caros y escasean algunos bienes importados. Los niños empiezan a volver al colegio, que comenzó unos días antes de la toma de Kabul, aunque ya es distinto: de entrada han separado a chicas y chicos, a la espera de un nuevo temario dictado por los mulás. “La escuela está abierta pero la situación no es segura. Hay tiroteos y ha habido heridos y muertos, incluidos algunos niños”, asegura la activista Zarqa Yaftali, madre de tres pequeños.
“Esta ciudad ya es otra”, dice Sayed, en perfecto y angustiado inglés. “Antes había vida, ahora todo el mundo trata de escapar, tiene miedo y está enfadado. Creo que el 99% de la gente caerá en depresión clínica en cuestión de días”. Como muchos profesionales, ha dejado de ir a trabajar. Se dedica desde hace nueve años a calibrar y operar la sofisticada maquinaria de un hospital privado de Kabul pero ahora sale lo justo para vender o empeñar algunas cosas, y conseguir así algo de efectivo para alimentar a su mujer (que estudia para matrona) y a sus tres hijos de 11, nueve y tres años. Quizás por ellos se le rompe la voz cuando recuerda su vida como un preadolescente durante el quinquenio talibán (1996-2001): “Me odiaba a mí mismo porque no me crecía la barba”.
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