«Mi padre», «mi hijo», «dos primos», «mis tres hermanos», «mi cuñado y mi vecino»… el acceso a la cárcel de Sednaya está colapsado por familiares que buscan a sus seres queridos desaparecidos en esta prisión de máxima seguridad. No importa que los servicios de rescate insistan en que no hay celdas secretas, no importa que los expertos repitan que no quedan ya más presos en el interior. Las familias repasan las listas encontradas en las oficinas de esta prisión en busca de alguna pista sobre los suyos. El problema es que no hay milagros en «el matadero», también conocido como «la prisión roja», por el color de la roca de la montaña.
Situada en las montañas al noroeste de Damasco, a escasos 30 kilómetros de la capital, Sednaya se abrió en los años ochenta como una prisión militar, pero con el paso de los años pasó a acoger islamistas y, desde el estallido de la primavera árabe en 2011, fue el lugar de encierro para activistas, presos políticos y cualquier tipo de voz crítica con el régimen. Amnistía Internacional (AI) realizó un informe y acabó llamando a este lugar «matadero humano», donde decenas de miles de personas fueron torturadas y asesinadas durante los 13 años de guerra civil.
La gente sube ahora a pie hasta la cima donde descansa el enorme penal, cruzan las alambradas y caminan por una pista rodeada de carteles que avisan de la presencia de minas. Han desaparecido los puestos de control y la puerta de acceso luce ahora los colores negro, blanco y verde de la bandera del cambio.
Los testimonios se repiten uno tras otro. Mismas palabras, desesperación e impotencia. El padre de Aref Abdul Al Husein era militar, tenía 50 años, fue a casa de permiso, le pararon en un puesto de control y lo siguiente que supieron de él es que estaba en esta cárcel. Eso ocurrió en 2011 y desde entonces su padre no ha dado señales de vida. Ahmed Kaderi busca a su hijo Musa, estudiante de ingeniería de primer curso a quien le detuvieron también en 2011 cuando regresaba de la facultad y un año después les dijeron que estaba en Sednaya. Intentaron visitarle, pero nunca obtuvieron permiso. Ezzedin busca a su hermano Nasser, a quien sí pudo ver en una ocasión en este centro y ahora recorre las interminables galerías en busca de alguna huella. «Desde 2015 no sabemos nada, recorrimos todas las oficinas imaginables para conocer su paradero, si estaba vivo o muerto, pero nadie nos respondió», lamenta Ezzedin roto de dolor y con los ojos llorosos.
Los milicianos que liberaron a los prisioneros repiten una y otra vez que ya no queda nadie. Algunos de ellos fueron testigos de la salida de los prisioneros de las plantas subterráneas, donde permanecían encerrados sin apenas aire cinco plantas bajo tierra. «Eran esqueletos andantes, muertos en vida, gente a la que alimentaban con una aceituna al día», comenta uno de los combatientes.
La gente no los escucha, pero sí parecen escuchar voces detrás de las paredes o desde el subsuelo y cuando eso ocurre empiezan a golpear con mazos y picos para saber si hay alguien retenido en celdas ultra secretas. Nadie mejor que los sirios sabe que en las cárceles del régimen todo era posible, por eso no desisten. Golpean y golpean con más alma que fuerza contra paredes que en algunas secciones están reforzadas con placas de metal. Sólo estas paredes y los carceleros de este laberinto de pasillos saben el paradero de los miles de desaparecidos.
2.000 liberados
Se calcula que la prisión tenía 1.500 reclusos en 2007, pero su población aumentó hasta alcanzar las 20.000 personas tras el comienzo de la guerra civil en Siria, según un informe de AI publicado en 2017. No está claro el número de reclusos que había el día de la liberación, pero organizaciones como el Observatorio Sirio de Derechos Humanos (OSDH) elevaron a 2.000 las personas que quedaron en libertad. Muchas de ellas heridas y la mayoría con graves traumas psicológicos tras ser sometidos durante años a malos tratos de todo tipo.
«¿Periodistas? No necesitamos periodistas, lo que queremos son expertos que sepan encontrar a nuestra gente y ayuda internacional para traer de vuelta a Siria a Bashar Al Assad y sus responsables de seguridad para que sean juzgados y condenados por sus crímenes, necesitamos que se haga justicia», reclama un padre frustrado después de tres días seguidos intentado dar con alguna pista sobre su hijo, encerrados en 2012.
Han llegado los vehículos de la Cruz Roja Internacional y la Media Luna Roja Siria mantiene a varios equipos a la entrada de la prisión. Todos quieren respuestas, pero este lugar maldito sólo arroja silencios. «¿Has encontrado a alguno de los tuyos?» es la pregunta que se hacen los unos a los otros al salir del complejo. Todos saben la respuesta. Al comenzar el descenso, a mano izquierda, un edificio de color blanco es el que, según el informe de AI, se empleaba como lugar de ejecuciones. El último lugar que vieron muchos de los desaparecidos a quienes las familias buscan con tenacidad y desesperación.
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