Donald Trump podría ser el presidente de mayor popularidad que pierda en la búsqueda de una reelección o el más impopular que gane un segundo periodo en los Estados Unidos. Eso define, en términos muy elementales, el perfil entero del hombre de negocios reconvertido en líder político ante los comicios: los 160,2 millones de votantes estimados tienen sentimientos profundamente encontrados, pero difícilmente sean indiferentes a su gestión, sus propuestas para continuar como número 45 en la Casa Blanca y, sobre todo, su estilo. Nadie nunca preguntó “¿Quién es Trump?”.
Esa cifra de votantes (la estimó Michael McDonald, un experto en voto de la Universidad de Florida) en buena medida, habla de él: sus cuatro años en “el pantano”, como llamó a Washington DC en 2016 para presentarse como un candidato anti-establishment, lleva al país que normalmente tiene un bajo nivel de votantes, a grados normales en comparación con otras naciones. Si en su elección original participó el 56% de los ciudadanos, se calcula que ahora lo hará un récord de 71%, cifra que supera las de Alemania, Francia e Italia.
A los 74 años, luego de haber superado un impeachment y una infección de COVID-19, y precisamente bajo fuego por su gestión de la pandemia —casi 232.000 muertos, con 9.285.000 contagiados—, el mandatario intenta no volver a vivir en el penthouse de la Trump Tower, en Manhattan, y en cambio mantenerse en el centro de la escena global. La guerra comercial con China, la ruptura del tratado sobre el programa nuclear con Irán, sus relaciones con Vladimir Putin y Kim Jong-un, su papel en la paz de Israel con varios países árabes (luego de mudar la embajada a Jerusalén), el retiro de los Estados Unidos del Acuerdo de París sobre cambio climático y de la Organización Mundial de la Salud (OMS) son solo algunos ejemplos de por qué se lo ve como un actor político tan capital como inédito.
En América Latina su marcha atrás en la apertura hacia Cuba -un acuerdo histórico que había hecho su antecesor, Barack Obama- se alineó en el mismo sentido que su temprano reconocimiento de Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela. Su retórica anti indocumentados —famosamente llamó “violadores” y “criminales” a los latinos que llegaban de forma irregular a la nación— no le impidió su lazo con México. Aunque el muro que quiso hacer pagar al país vecino sigue sin alzarse, enfrentó fuertes críticas por su dureza en las deportaciones y la separación de las familias.
En términos internos respondió a las demandas sanguíneas de un público que —acaso en sintonía con el Brexit en el Reino Unido— favoreció un discurso contra la globalización. “El 20 de enero de 2017 será recordado como el día en que el pueblo volvió a ser el gobernante de este país”, dijo, como un ejemplo perfecto de su tono, en su discurso de asunción.
Uno de los elementos centrales de sus primeros días de gobierno fue el ataque de la Ley de Salud Accesible, u Obamacare, que había sido extremadamente polémica en su creación. Entre otras herencias de Obama, recortó facilidades para que las mujeres accedan a la salud reproductiva y cesó algunas protecciones a la comunidad LGBTQ. También redujo impuestos y regulaciones, y los fondos de organismos públicos como la Agencia de Protección Ambiental (EPA), algo en línea con su posición contraria sobre el cambio climático.
Ha sido un gran defensor del derecho a portar armas, tema de alto perfil en los Estados Unidos. De manera casi paralela ha sido muy criticado por sus actitudes neutrales ante organizaciones de extrema derecha o racistas, pero ha logrado mantener al margen de esas trifulcas su posición de imperio de la ley y defensa de la policía y los militares.
Distintos azares le permitieron ser un presidente que nominase a la Corte Suprema, y ubicara allí, a tres jueces, una gran cantidad: Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett. Eso equivale a decir que su presidencia dejará una gran impronta indirecta en el porvenir. Dos de esos casos —Kavanaugh y la flamante incorporada Coney Barret— merecieron gran discusión pública.
Sus decisiones muchas veces parecen instintivas como las del hombre de negocios que es: un desarrollador inmobiliario de Nueva York que llevó aquello que aprendió de su padre —Fred Trump fue el primer empresario de la familia y también quien facilitó sus primeros pasos comerciales— más allá de los hoteles, los casinos y los campos de golf, hasta asociar su nombre a numerosos productos y emprendimientos como los concursos de belleza y el reality show The Apprentice. Algunos resultaron fallidos y causaron demandas judiciales, como la Universidad Trump o la Fundación Donald J. Trump. También publicó un best seller, El arte de la negociación: “La negociación es mi forma de arte”, interpretó la elección del título.
Aun antes de integrarse a la política —nunca fue del todo ajeno: en sus años de empresario estuvo afiliado al Partido Republicano y también al Demócrata— fue objeto de atención, tanto por sus negocios como por su estilo de vida ostentoso. Trump y su primera esposa, Ivana Zelnickova —madre de sus primeros tres hijos, Donald Jr., Eric e Ivanka—, fueron habitués en los titulares de los medios de chismes durante los años 80; el público siguió su divorcio escandaloso como una final deportiva. Algo similar sucedió con la quiebra de su empresa en 1991 y su breve matrimonio con Marla Maples, con quien tuvo una cuarta hija, Tiffany. La actual primera dama, ex modelo como las anteriores esposas, Melania Trump, es la madre del adolescente Barron.
Este geminiano, apasionado del golf y graduado en la Escuela Wharton de Finanzas de la Universidad de Pensilvania, es el primer presidente que llegó a la Casa Blanca sin haber desarrollado una carrera política o militar. También es el primero que se ha negado a mostrar sus declaraciones de impuestos, lo cual mantuvo activa la curiosidad popular sobre su verdadero patrimonio. Él ha dicho, en un documento de 2017, que sus negocios están valuados en USD 1.370 millones, y en 2018 estimó sus ingresos anuales en USD 434. Pero una investigación de The New York Times encontró, en 10 años de esas declaraciones de impuestos nunca mostradas, pérdidas de USD 1.170 millones entre 1985 y 1994.
De inmediato, en Twitter, el presidente se defendió: el informe del periódico era un “golpe” de “noticias falsas”. Tras haber ganado en la elección más influida por la desinformación —e incluso las operaciones de inteligencia de potencias extranjeras—, Trump se apropió de la expresión Fake News en su disputa con algunos medios como el Times, The Washington Post y las cadenas CNN y NBC, entre otros, que son abiertamente opositores a su gestión.
El mandatario también es el primero en usar su cuenta personal de Twitter para comunicarse directamente con sus simpatizantes y pelearse con quienes no lo apoyan, en mensajes abundantes de mayúsculas y signos de exclamación. Tiene más de 87 millones de seguidores y en ocasiones sus mensajes merecen advertencias de la plataforma, como “una parte o todo el contenido que se comparte en este tuit está en disputa y podría ser engañoso sobre una elección u otro proceso cívico”, por citar un ejemplo del 2 de noviembre.
Cuando en 2016 obtuvo la nominación republicana, todo parecía favorecer a su competidora. Pero aunque la ex secretaria de Estado Clinton ganó el voto popular por un margen de casi tres millones de sufragios, Trump se impuso en el Colegio Electoral.
La investigación del fiscal especial Robert Mueller intentó determinar que Rusia había tenido injerencia en el diseño de la campaña de Trump, pero no halló pruebas de conspiración criminal. Otro escándalo del que también salió indemne fue el pago de USD 130.000 para que la ex actriz porno Stormy Daniels silenciara su affair con él; si algo sucedió, fue que el ex abogado de Trump, Michael Cohen, terminó en la cárcel. De la campaña de 2016 también datan las acusaciones de 24 mujeres, que dijeron haber sido atacadas sexualmente por Trump; él lo negó cada vez.
Así Trump llega a las elecciones con una aprobación popular promedio del 41% según Gallup. Las encuestas ubican mejor a su competidor, el demócrata Joe Biden, pero lo mismo sucedía en 2016 con Clinton. El Colegio Electoral podría volver a darle la victoria si su base electoral se movilizara a votar en los estados del Midwest que fueron claves entonces, como Michigan y Wisconsin, y se confirmara su superioridad en los sureños como Florida, Carolina del Norte y Georgia.
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